En esta nueva temporada de La Filarmónica, varada meses atrás como tantas cosas por mor de la pandemia, emerge de nuevo la todopoderosa figura del director ruso Valeri Gergiev (Moscú, 1953), genio y figura, un stajanovista declarado, un trabajador incansable aquí, acá y acullá, domeñador de fosos y orquestas; uno de los artistas más activos de su especialidad.
En esta ocasión rinde visita nuevamente al mando de ‘su’ Orquesta del Teatro Mariinski, con la que se entiende sin necesidad de mirarse. Los modos del maestro convienen a esos músicos, acostumbrados a su gesto generalmente económico pero tenso y avizor. Ya sabemos que don Valerio no utiliza batuta o maneja una suerte de varita de pequeñas dimensiones y ofrece una panoplia de muy variados gestos que prenden fácilmente en los instrumentistas a sus órdenes.
Gergiev es un 'stajanovista' declarado, domeñador de fosos y orquestas y dueño de una técnica precisa
Sus manos revolotean incesantemente como mariposas dibujando volutas aparentemente innecesarias y se planta firmemente en el estrado, piernas bien abiertas, brazos en todos los planos. Son muy efectivos sus cortantes y virulentos, enfáticos y secos ademanes en busca de un giro inesperado o una frase apasionada. Con esa técnica logra planificar, esculpir y combinar las líneas y obtener texturas de magnífico colorido, aunque a veces sus perentorios acentos, sus inesperadas elongaciones y sus aceleraciones puedan parecernos algo caprichosos. Pero en el fondo todo acaba obedeciendo a una lógica precisa que, incluso, llega a descubrir pasajes de rara exquisitez.
El programa anunciado, que se acoge al epígrafe Los héroes musicales, en alusión a la valentía de orquesta y director al ofrecer en 2021 un concierto en pleno recrudecimiento pandémico, tiene un innegable interés pues alberga dos obras maestras indiscutibles como son el Concierto para piano nº 2 de Brahms y Una vida de héroe de Strauss, composición esta última que viene muy al pelo. Son dos obras de una brillantez extraordinaria; a su modo, y cada una en su estilo, dos sinfonías en las que todos los recursos orquestales de un postromanticismo en expansión alcanzan una altura estelar.
Para defender la parte solista de la primera se cuenta con el pianista argentino Nelson Goerner, muy afín a la persona y al estilo de su compatriota Martha Argerich. Su calidad la pudimos calibrar en anteriores visitas a Madrid, la última precisamente con La Filarmónica el año pasado en un estupendo recital que puso en evidencia sus virtudes: notable claridad de digitación, pedal inteligente, fraseo natural y técnica muy precisa, sin alardes. La partitura brahmsiana, tan difícil y compleja, con esos ataques fúlgidos, esos monumentales trinos, esas octavas y ese maravilloso canto lírico del tercer movimiento, es sin duda idónea para comprobar el nivel de un pianista.
Como es idóneo ese monumental y juvenil poema sinfónico, hasta cierto punto autobiográfico, del Strauss bávaro. En ese Ein Heldenleben se narran las peripecias del Héroe: sus amores, sus luchas contra los enemigos, sus expansiones líricas, sus sueños... El cierre, posterior a un masivo acorde de los vientos tras la cantilena del violín concertino, es de una elevación extraordinaria.