Jonathan Nott (Solihull, Inglaterra, 1962) es uno de los directores europeos más elegantes y musicales. Alguien que, por su formación original en un coro, ‘canta’ cada partitura desde el podio, ligando notas “para evitar caídas de tensión entre ellas”, explica a El Cultural por teléfono desde su retiro en Winchester. Vive en Suiza pero hace tiempo se compró una iglesia en esta ciudad inglesa en la que se repliega cuando le dejan sus compromisos con la centenaria Orquesta de la Suisse Romande, asentada en Ginebra, que dirige desde 2017, tras estar casi dos décadas al frente de la Sinfónica de Bamberg. Antes había comandado el Ensemble InterContemporain de Boulez y la Sinfónica de Lucerna. Un inglés que se mueve con igual solvencia en ámbitos germanos y francófonos. Un auténtico europeo pues, que tiene predilección por uno de los compositores medulares del Viejo Continente, Mahler, cuya Quinta sinfonía será el eje central de su gira con la Suisse Romande por España.
Pregunta. En Mahler nada es lo que parece. Eso asegura usted. ¿Por qué?
Respuesta. Uhmmn… ¡Buena pregunta! En todos estos años he buceado en diversas fuentes. Sobre todo en lo que el propio Mahler escribió y en lo que Natalie Bauer-Lechner [violista y confidente íntima del músico bohemio] dice que dijo. Todos estos testimonios pueden ser un poco engañosos. Con Mahler pasa un poco como con Strauss. Sus sinfonías pueden disfrutarse de una manera superficial pero debajo hay corrientes existenciales mucho más profundas. De la Quinta sinfonía no se puede decir ni que es feliz ni que es triste. Ni blanco ni negro. Está todo combinado. Al afrontar a Mahler no hay que fiarse ni de uno mismo (de las percepciones que te pueda sugerir su música) ni de lo que hay escrito sobre ella.
P. El famoso Adagietto, popularizado por Visconti en Muerte en Venecia, ¿es también un ‘señuelo’?
R. Es una declaración de amor a Alma [Mahler]. Pero, atención, de un amor que comprende ya también el dolor. No es una expresión romántica al estilo de Hollywood.
P. Seguimos con las apariencias engañosas... Bajo la serenidad y optimismo que proyecta esta partitura algunos atisban ya la raíz nihilista que floreció en la Escuela de Viena. ¿Lo ve usted así también?
R. Sí. Las últimas tres décadas las he pasado sumergido en partituras tardorrománticas. Siempre preguntándome obsesivamente qué demonios era lo que los compositores de esta época nos querían transmitir
realmente. Me siento infectado por esa atmósfera de final de una era que se asoma a la I Guerra Mundial. La amenaza de la destrucción se cuela en todas las formas del arte. Hay un miedo terrible porque se percibe que todo va a saltar en pedazos. Eso está por ejemplo en el Scherzo, una alegoría del disfrute de la vida que se quiebra cuando alcanza su cénit. Es como si Mahler dijera que no hay solución ni esperanza.
"Hoy los compositores tienen difícil ubicarse. no hay corrientes a las que pertenecer ni contra las que luchar”
P. Usted se formó en origen en el canto. De ahí su particular empeño por encontrar el cantabile de cada partitura. ¿Mahler lo hace más sencillo?
R. Sí, porque tiene un sentido muy desarrollado para componer canciones. Todo el mundo es capaz de cantar. Unos mejor y otros peor, claro. Pero es algo consustancial a la condición humana. Él conecta muy bien con esa capacidad orgánica, aunque luego también sus obras sean muy jugosas intelectualmente. En una sinfonía hay que intentar que en el paso de una nota a otra no haya caídas de tensión. Es así como se puede mantener absorbido al público desde el principio hasta el final.
P. Con Bamberg trabajó intensamente Mahler durante casi 20 años. ¿Está tan capacitada la Suisse Romande como su anterior orquesta para acometer sus partituras?
R. La Suisse Romande tiene una identidad sonora más plural. Se funden en ella su tradición francófona autóctona, que le aporta la sonoridad fluida, el poso germano dejado por algunos directores anteriores como Sawallisch y Horst Stein, y la escuela rusa de algunos de sus músicos. Esta variedad la hace más flexible e igualmente apta.
P. La agrupación suiza ha prolongado su contrato sine die, algo rarísimo en el sector. ¿Qué ventajas tiene trabajar sin un límite temporal preciso?
R. Ha sido una manera de reconocer ambas partes que estamos felices juntos. Cuando eso falle, pues nos separaremos. El desafío es mantener la energía y los estímulos, más que cuando firmas contratos por tres o cuatro años. Las experiencias compartidas son la mejor base para hacer buena música, por eso esta fórmula es muy positiva.
P. ¿Qué le empujó a dar el salto del canto a la dirección?
R. No creía que tuviera una gran voz. Y me fui a Alemania a probar suerte, sobre todo en la ópera, que es el género que más atraía para trabajarlo como director. Solo en la Alemania Occidental, a finales de los 80, había 56 teatros de ópera. Disfruto mucho contándole una historia al público y experimentando sus reacciones. Y la única manera de hacerlo era empuñando la batuta.
P. Ha dirigido mucha música contemporánea, sobre todo en sus tiempos en el InterContemporain. ¿Cómo ve la multiplicación de tendencias?
R. Sí, siempre buscaba poesía y alma. No me importaba tanto el estilo. Creo que hoy el ambiente musical es muy rico para un compositor, por tantas referencias a las que tiene acceso. Pero también es más difícil porque no hay escuelas. No hay corrientes a las que pertenecer y contra las que luchar, como antes. Es más difícil ubicarse así.
P. Por cierto, usted no ha dirigido todavía ninguna orquesta española, ¿no?
R. No, la verdad es que no. Lo más cerca que he estado de dirigir una orquesta española ha sido con la Gustav Mahler Jugendorchester, que no es española, claro, pero está llena de músicos de su país. En fin, esto es algo que hay que solucionar [risas].