No hay duda de que Falla quiso antes de morir reunir en una obra magna, inmensa y definitiva sus credos estéticos, las bases de su arte, y emprendió el arduo camino de La Atlántida, sobre el épico poema de Verdaguer, en el que tantas verdades y profundas tesis tenían su crisol. Pero no midió suficientemente sus fuerzas. En el proyecto cabía todo: cantata, ópera, sinfonía con coros y solistas, oratorio… Había que dar forma, en efecto, a ese ser de tantas caras y cabezas, a esa historia mítica y mística de desmesurada ambición y que el músico gaditano, ya en la Argentina que lo vería morir, no se atrevió o no se decidió a concluir.
La idea de denominar cantata escénica a la partitura la conecta con la tradición de misterio o representación sagrada medieval. Se ha discutido mucho sobre si el gigantismo del poema de Jacinto Verdaguer casa con la estética del músico. Puede ser; como puede ser que por ello, como destacaba Juan Alfonso García, quizá hubiera que hablar de una “necesidad de negación” o de un “ascetismo trágico”. En todo caso, los modos de la gran época polifónica son la base fundamental de la obra que vocalmente comporta, de acuerdo con lo previsto por el autor, entre otros elementos, la intervención de un gran coro mixto, una soprano (Reina Isabel), una mezzo (Pirene), dos barítonos (Corifeo y Tricéfalo) y siete sopranos que dan vida a las Pléyades.
Muerto el compositor, apareció Ernesto Halffter, admirado y querido por el propio Falla, que lo tuvo como único discípulo –con Rosita García Ascot–. Nadie estaba como él en condiciones de terminar el magno proyecto, que finalmente vio la luz en Barcelona en 1961 y, en escena, en Milán, un año después. Años más tarde Ernesto recortó la composición y la presentó en Lucerna en 1976. Sobre ella Daniel Gálvez, director de la Coral de Cámara de Pamplona, decidió un día ahondar en las raíces más profundas de la partitura en busca de una estilización superior, de un deseo de dar con la nuez, con el núcleo expresivo más auténtico de la obra. Se lanzó a la creación de una versión camerística que resumiera las esencias y al tiempo diera paso a una escucha fiel en la que se eliminara la gigantesca orquesta y se redujeran los efectivos corales, manteniendo, eso sí, todas las partes vocales. Un proyecto arriesgado, que va a tomar forma definitiva en el concierto de este sábado en el Museo de la Universidad de Navarra.
La puesta en escena, que es rigurosa y completa, está basada en las ideas y propuestas del propio Falla, así como en los estudios y bocetos de García de Paredes y Vaquero Turcios y la dirige el siempre imaginativo Tomás Muñoz, que fue el encargado de darle forma también al complejo argumento así como a todo el diseño escénico y de luces. El elenco vocal aparece presidido por cantantes de primera. Por un lado, el barítono José Antonio López, vigoroso, musical y versátil, como Corifeo y Falla anciano. Por otro, la mezzosoprano Gemma Coma-Alabert, como Pyrene. Los pianistas son Rinaldo Zhok y Naiara Egaña. La percusión está en las manos de Salva Tarazona.