La apuesta anfibia de Moisés P. Sánchez (Madrid, 1979) ha calado en los carteles. Este verano encontramos su nombre indistintamente en el Festival de Santander y el Jazzaldia de San Sebastián. De la clásica al jazz, y viceversa. Un trayecto de ida y vuelta que viene realizando desde que, hace dos décadas, iniciara su sugerente carrera como pianista y compositor. Tiene troquelado en el cerebelo con la misma profundidad a Bach y Bill Evans, a Bartók y Keith Jarrett. Cuando escribe y toca, los puentes entre ambos códigos le salen solos, como una expresión orgánica. Las próximas semanas caniculares ofrecen una gran oportunidad de degustar su manera de modelar un género que, en sus manos, expande registros, refuerza su vertiente intelectual y dispara el vuelo poético.
Pregunta. Se le acumulan los bolos en las próximas fechas. ¿Tiene la sensación de plenitud después de tanto trauma?
Respuesta. No sé. Seguimos en tiempos extraños, con mucha incertidumbre. En todos los terrenos, incluido el de la inversión en cultura. Yo no me puedo quejar pero muchos compañeros lo están pasando muy mal. La inflación está golpeando el poder adquisitivo duramente, y se nota que falta alegría en la gente para comprar unas entradas, así como en las instituciones para organizar conciertos, realizar encargos... Toca ser cautos.
P. Hablando de los dineros… Usted es muy crítico con el agravio comparativo en los cachés de los artistas nacionales respecto a los internacionales. ¿La brecha sigue creciendo?
R. No lo tengo claro. Lo que creo es que a los internacionales no se les puede pagar lo de antaño. Pero sí parece que ahora los programadores, para transmitir la sensación de normalidad, han vuelto a apostar por las grandes figuras internacionales, cuyas agencias de management estaban deseando colocar. Yo lo que intento es ser remunerado de una manera justa y, a cambio, mantener la excelencia artística. Sigo viviendo de la música, que es lo importante.
P. Aparece anunciado en festivales de jazz y de clásica. Lo verá como una buena señal después de tanto pelear por agrietar los compartimentos estancos, ¿no?
R. Desde luego. Yo siempre he abogado por unir, no por separar. Estamos en un momento en que las líneas divisorias se difuminan. Es muy sano que un festival clásico, dentro de su repertorio natural, ofrezca visiones frescas y nuevas. Estar en ambos lados es lo que me define.
Prejuicios anacrónicos
P. Cuenta que una vez le oyó decir a un antiguo director del Real Conservatorio de Madrid que el jazz solo entraría allí por encima de su cadáver…
R. Es algo anacrónico. No habla bien de Madrid que no tenga un conservatorio superior de jazz público, como tienen todas las grandes capitales europeas. Algunas tienen dos y hasta tres. Lo bonito en realidad sería que se fusionase con el Conservatorio Superior de Música, para que este aportara sus infraestructuras y su experiencia. Sería un sueño, un centro que mantuviera la pulcritud y la rigurosidad del estudio de la clásica pero que a la vez se abriera al siglo XXI.
P. ¿Cómo describiría su ‘método’ para ensamblar ambos mundos?
R. Sólo puedo decir cómo ha ido surgiendo. Desde pequeño los uní de manera muy natural, estudiándolos conjuntamente. Mi padre, que fue quien me sentó al piano y me rodeó de música, combinaba Bartók, Beethoven y Bach con Oscar Peterson, Keith Jarrett y Bill Evans. Y al final te das cuenta de que comparten muchas cosas. Así llevé el ultracromatismo de Wagner y los ejes axiales de Bartók a mi manera de improvisar. No puedo definir ningún método porque no lo pienso. Es como cuando, pasado un tiempo después de aprender a conducir, metes las marchas de forma automática. Eso sí, creo que si se fuerza la unión, puedes derrapar.
P. Para su concierto en el Jazzaldia anuncia Soliloquio, su primer disco a piano solo. ¿Por qué regresa a él?
R. En realidad, lo de ‘soliloquio’ se ha convertido en un concepto, en un planteamiento flexible. Puedo estar 45 minutos enteros improvisando, o recorriendo mi discografía, o remitirme a ese álbum. El festival Piano City de Madrid lo afrontaré así también.
"No habla bien de Madrid que no tenga un conservatorio superior de jazz. Todas las capitales europeas lo tienen"
P. En Santander, servirá sus ‘reinvenciones’ de Bach, que ha llevado incluso a las bulerías. ¿Esto último cómo surgió?
R. Los acentos de la melodía en el contrapunto de Bach me llevaban muy claramente a un palo de bulería. Esa Invención de Bach, la 4ª, es más lenta. Yo la acelero un poco. Todo viene de la imaginación y de estar muchas horas con una partitura.
P. El flamenco no era un mundo que considerase como propio. ¿Ya no lo ve así?
R. No, sigue siendo así, y no creo que tire por ahí en el futuro, más allá de colaboraciones puntuales con músicos como Pablo Martín Caminero. En su último disco hemos tocado ocho temas de grandes de la guitarra flamenca como Sabicas, Paco de Lucía, Riqueni… Me ha venido muy bien y me enriquece mucho pero no será mi camino porque no vengo de ahí y no me sumergí en él en mi tiempo de formación.
P. Y luego ha escrito un ballet para la compañía de Antonio Najarro, Querencia. Otra experiencia, ¿no?
R. Maravillosa. Antonio quería pasar el mosaico de la escuela bolera y la danza clásica por mis armonías y mi manera de entender el ritmo y la composición. Realmente, es un trabajo que me dejó muy contento. Un regalo para un pianista y un compositor que se supone que hace jazz.
P. Una frase de su padre que usted tiene ‘tatuada’ es “música es música”, que recuerda a la famosa máxima de Vujadin Boskov: “Fútbol es fútbol”. Una tautología que tiene más miga de la que parece.
R. Sí, desde luego. Bartók también decía que solo había dos tipos de música, la buena y la mala. Yo no me voy a meter en el jardín de decir cuál lo es y cuál no. Es algo que distingo muy claramente por mi formación y mi trayectoria. Puedo saber qué hay tras las notas. Y no es la estética el criterio que utilizo para diferenciarlas sino el mensaje que proclaman. Ya lo decía Bill Evans: lo importante es la búsqueda de la belleza.