Como buenos chovinistas, glosaron las ventajas gastronómicas o paisajísticas de ser de aquí. Montaron una fiesta medieval con mesas de nogal y, por supuesto, elogiaron aquellos años en los que en España no se ponía el sol. Todo con el desenfado y la libertad que procura la música de acordes rápidos, batería galopante y estribillos con un ritmo endiablado. Los Nikis alimentaron esa filosofía de hacer lo que cada uno quisiera en el escenario, sin complejos, que predominaba en los ochenta. Sacaron tres discos, imprimieron algunos himnos para la posteridad y lo dejaron profesionalmente hace más de 30 años.
Ahora, sin embargo, este cuarteto tiene un curioso renacer. Y no porque se haya sumado a la moda de anunciar un reencuentro tras años inactivos o porque su historia esté plagada de desavenencias recién cicatrizadas. Su regreso tiene más que ver con la influencia en bandas actuales. Con la escuela que han creado. El llamado ‘sonido Niki’ fue calando tímidamente en grupos como Airbag o Kokoshca a lo largo de la primera década del siglo XXI y ha tenido su apoteosis con el éxito de Carolina Durante, a quienes telonearon hace unos días en el Wizink Center.
La subida al escenario fue algo puntual y sin idea de que despierte esta hibernación voluntaria. Pero pellizcó en quienes aún beben con orgullo DYC y nunca Johnny Walker, como acostumbraba el protagonista de una de sus letras. Su leyenda se ha ido engordando desde que publicaran, en 1986, Marines a pleno sol, y llegaran al número uno con "El imperio contraatraca". Le siguieron Submarines a pleno sol, del 87, y La hormigonera asesina, en el 89, donde alababan a la mítica ciudad alicantina de Benidorm con una versión de "Born to be alive" para luego destronarla a ritmo de "Rhythm of the rain", de The Cascades.
“Dejamos el grupo en el año 90, salvo alguna cosa esporádica o actuar con alguien por sorpresa, sin cobrar ni ánimo de hacer gira”, confirma Joaquín Rodríguez a El Cultural. El bajista de Los Nikis insiste en que el espectáculo de Madrid, donde tocaron un puñado de temas y cantaron junto a Diego Ibáñez y compañía al final de la noche, no significa el retorno. “Sí que publicamos un disco nuevo en Menos de lo mismo, pero como edición limitada y sin promoción, solo porque nos apetecía”, argumenta.
¿Buscaban fama, éxito, premios? ¡Qué va! Solo les movía la juerga. La clave, dice quien ha compuesto la mayoría de las letras, es que “nunca” han pensado en hacer carrera con esto. “Nosotros somos amigos desde los 13 años y empezamos por placer. Luego tuvimos la lucidez suficiente para decidir que nuestra vida no dependiera de la música”, ríe.
Joaquín Rodríguez, con la guitarra de Arturo Pérez y la voz de Emilio Sancho, ha sido uno los tres fijos en la banda desde el inicio, que se completa con Rafa Cabello, Daniel Parra o Santi de la Quintana en la batería. Trabaja de piloto y lo tuvo claro desde el principio: “Llevábamos una especie de doble vida, porque a diario estudiábamos y los fines de semana tocábamos. Lo mejor es que nos divertimos y pillamos todo lo bueno, que no nos llegó la parte mala de que se deshiciera o tener problemas por el dinero, como suele pasar”, comenta, recordando muchos episodios de eso que se llamó Movida y que, en realidad, se nutría de “cuatro gatos”.
“Hubo como dos etapas. Hasta el 83, que era muy minoritaria porque lo raro no era tener un grupo, sino escuchar música en tu propia casa. Necesitabas un reproductor o se reducía a lo que ponían en la radio. Nosotros teníamos la ventaja de que podíamos ponernos discos o casetes”, comenta como algo inaudito a punto de cumplir los 60 años. Después llegaron las crestas de colores, los tupés engominados y esa supuesta efervescencia que emanaba la ciudad. “Todo era muy rudimentario. El público era habitualmente gente de otras bandas y Madrid no estaba llena de jóvenes sino de señores con bigote”, rememora.
Ellos mismos, señala, jamás se pintaron el pelo ni calzaron una chupa de cuero. De hecho, en programas bandera como La bola de cristal les catalogaron como “rabiosa” o “perversamente normales”. Y algún reportero les ha tildado de “los Siniestro Total que podrías llevar a casa de tus padres”. “Es que nosotros no cambiábamos cómo íbamos en la calle. Podríamos ser como cualquiera del público que casualmente está arriba”, contesta Joaquín Rodríguez. Nunca impostaron una estética ni pretendieron diluirse en una tribu. Eso les costó que cargaran en ciertas ocasiones con el apelativo de pijos. “Yo siempre digo que éramos los pijos entre los macarras y los macarras entre los pijos”, aduce, recordando cómo Emilio ha llegado a cantar en bermudas y chanclas ‘crocs’ debido al calor.
Otra circunstancia que pronunciaba esa imagen era su procedencia. Los miembros de Los Nikis eran vecinos de la urbanización Santo Domingo, situada en el término municipal de Algete, a unos 30 kilómetros de la capital. Aquel trecho les limitaba a la hora de trasnochar o de fundirse en la marea noctámbula. “A veces, si había sesión doble de conciertos, tocábamos los primeros para coger el último autobús de vuelta. O nos llevaba algún mayor con coche”, apunta.
Les caracterizaba el desenfado, el humor de sus letras. “Yo creo que eran irónicas, y nos salían así porque leíamos Mortadelo y Filemón o porque nosotros siempre estábamos diciendo tonterías entre amigos. Pero lo que sí cuidaba mucho es que rimase bien o que se respetaran los acentos”, define el bajista, haciendo una apreciación: “Lo que me eriza la piel —me salen sarpullidos— es que digan que era música de cachondeo”.
No inventaron nada, añade Joaquín Rodríguez. Todo venía de Inglaterra o Estados Unidos. Era la fórmula de ídolos suyos como The Clash, Damned o, por supuesto, Los Ramones. A los neoyorquinos les deben el mote que les acuñó Jesús Ordovás, célebre periodista del rock: “Los Ramones de Algete”, les denominó por ese pop-punk veloz y agradable. “Sí, intentábamos que estos grupos, nuestros modelos, quedaran peor o mucho peor cuando les copiábamos”, bromea. Lo que jamás quisieron incluir eran cuestiones políticas. Huían del discurso, de la canción ensayo. A pesar de que uno de los tópicos es atribuirles el calificativo de “fachas” por "El imperio contraataca", en la que se refieren a épocas gloriosas con los Austrias o los Borbones y a cómo se impone el cinquillo al Blackjack.
“Fue un malentendido. Se decía que el público era neonazi, pero allí nadie levantaba la mano. Y siempre nos ha dado igual la política. Nos toca desmentirlo todo el rato, pero en el fondo nos venía hasta bien”, concede el bajista, más tajante si un partido político lo intentara usar: “Ya ocurrió. La puso en su web un partido que se llamaba España 2000 y le pedimos que no la utilizara”, comenta, dando pie al otro asunto repetido en cualquier charla: la censura. ¿Está peor el patio en estos tiempos? “Ahora nos controlaríamos bastante, pero ya es demasiado tarde para censurarnos. Además, nosotros solo queríamos quitarle hierro a todo. Y actualmente parece que pasa lo contrario. Hay que pensar que son canciones, no dogmas”, zanja Joaquín Rodríguez, convencido de que las suyas no pasarían ningún filtro.
Un inconveniente que no sufrieron entonces, cuando les daba igual alertar de “la amenaza amarilla”, describir a un Ultra Sur, homenajear a las fabes con almejas o mandar la inquisición a Paco Lobatón y Nieves Herrero. Desventajas de ser (hoy) de aquí.