Shostakóvich es uno de los compositores más programados del siglo XX. Este lunes, el Teatro Real estrena La nariz, la ópera en la que el compositor catalizó su instinto innato para la sátira. Circunstancias políticas aparte, algo tendrán sus composiciones para que programadores, intérpretes y espectadores les presten tanta atención hoy, cuando han pasado casi 50 años de su muerte. Shostakóvich fue un compositor genial y atormentado que, a trancas y barrancas, en lucha con el entorno y, sobre todo, consigo mismo, como casi todo creador, logró cristalizar en su música una parte significativa del espíritu de su tiempo.
Vivió más de media vida en vilo, sin saber si al día siguiente iba a ser fusilado o condecorado, por lo que no es de extrañar que su música nos suene ambivalente y que no sepamos si debemos apreciarla por lo que dice o por lo que da a entender. Al mismo tiempo, es una música muy directa. Salvo escasas excepciones, se escucha con facilidad y se asimila a la primera.
Shostakóvich nació en 1906 en San Petersburgo, hijo de una familia burguesa, culta y muy musical. El padre, médico y funcionario, era cantante aficionado y la madre tocaba el piano. Dmitri Dmítrievich fue músico desde el principio. Su madre le llevó sus primeras páginas al gran Glazunov, eterno director del conservatorio de la ciudad, que quedó asombrado por la potencia musical del niño: oído finísimo, memoria musical portentosa y facilidad de leer al piano cualquier música a primera vista.
Fue un compositor genial y atormentado que, a trancas y barrancas, en lucha con el entorno y, sobre todo, consigo mismo, logró cristalizar en su música una parte significativa del espíritu de su tiempo
Su primera obra significativa, la Sinfonía núm. 1, es ya una obra maestra. Se estrenó en la Sala Grande del conservatorio en 1925, la difundieron por todo el mundo los grandes directores del momento –Walter, Toscanini, Klemperer y Stokowski–, y la elogiaron compositores tan distintos como Darius Milhaud y Alban Berg. Al éxito instantáneo contribuyeron, sin duda, las expectativas que había despertado la Revolución rusa en la intelectualidad internacional, pero la sinfonía es en sí misma deslumbrante por ideación y pujanza y hubiera sido suficiente para hacer de su autor un grande.
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La sinfonía triunfó también dentro de Rusia, donde Shostakóvich se convertiría pronto en el compositor emblema del país y del régimen. En mi opinión, ese primer Shostakóvich, el de la arrogancia técnica, el chorro de ideas y el talento chispeante, es el bueno. Su Primera sinfonía deja una sensación de autenticidad que no encontramos en las catorce siguientes, aunque puedan superarla en otras facetas. Igualmente, la ópera temprana La nariz vuela elegantemente por encima de Lady Macbeth, que vive atada a pasiones profundas.
Variedad sinfónica
Después del aldabonazo de la Primera sinfonía, vino el futurismo de la Segunda, que empieza con una superficie ligetiana –¡en 1927!– y termina con un himno patriótico; la hondura mahleriana de la Cuarta, la esquizofrenia de la Quinta, la brutalidad guerrera de la Séptima, la broma de la Novena, las cimas sinfónicas de la Décima, la amargura de la Decimotercera y la Decimocuarta, que canta a Lorca, y la desconcertante recapitulación autobiográfica de la Decimoquinta, que está escrita con un ojo puesto en la partitura y el otro en la muerte.
Así compuso también su último cuarteto, un funeral desolado que completa uno de sus mayores logros creativos: el corpus de quince cuartetos de cuerda. El Octavo es famosísimo, tanto en su ser original como en la versión de orquesta de cuerda que hizo Rudolf Barshái, pero en todos ellos se oye la que parece ser la voz más personal y franca del autor.
Shostakóvich era un gran amante del teatro y del cine y, en general, de la narración como espectáculo. Acabaría escribiendo dos grandes óperas y abundante música de encargo para la escena y la pantalla, pero ya desde muy joven disfrutaba con la comedia y acompañaba películas mudas en los teatros con improvisaciones al piano. Siempre se habla de su vena grotesca, de piezas de música que parecen mirarnos con una mueca agria, como muchos de sus scherzi y algún finale, pero en Shostakóvich hay también un gusto genuino por la sonrisa e incluso la risa.
“Cuando el público se echa a reír con música mía, no me siento turbado, sino muy complacido”, afirmó el compositor
“Defiendo el derecho a la risa en la llamada música seria”, dejó dicho, y el que recuerde el Concierto para piano y trompeta sabrá a qué se refería. “Cuando el público se echa a reír en mitad de un concierto con música mía –dijo–, no me siento turbado, sino muy complacido”.
Casi todas sus composiciones tienen clave biopolítica, contexto de guerras y purgas o historieta de censuras, amenazas, honores o claudicaciones, pero Shostakóvich era por encima de todo un músico y lo interesante de toda esa peripecia es su consecuencia musical: el sonido de un creador moralmente desquiciado que encuentra su espacio expresivo entre lo grotesco y lo retórico.
En América y la parte oeste de la Europa musical, la apreciación de Shostakóvich es variable. Los intérpretes tienden a valorar mucho sus obras principales (los 24 preludios y fugas para piano, las sonatas para violín, viola y violonchelo, el segundo trío con piano, los cuartetos, el quinteto con piano, los conciertos de violín, violonchelo y piano, las sinfonías y las óperas), pero en las reuniones de compositores la opinión aparece más dividida. Pierre Boulez, sentenciando, como hacía siempre, lo despachaba de un latigazo: “Es trivial, no me interesa”, me dijo en una entrevista. El mismo desinterés mostró siempre Luis de Pablo, pero Benjamin Britten lo admiraba mucho y cultivó su amistad.
Necesidad de luz
Entre nuestros creadores hay también partidarios de Shostakóvich. Uno de los principales es, seguramente, el compositor y director barcelonés Salvador Brotons, que en algunas de sus obras ha avanzado por el camino del ruso. Es significativo que Cristóbal Halffter hiciera oír en su Concierto núm. 1 para violín y orquesta la famosa fórmula DSCH, las iniciales de D. Schostakowitsch en transliteración alemana.
Luis de los Cobos trató a Shostakóvich en Leningrado y Eugenio Trías, uno de los pocos filósofos españoles que han entrado a fondo en la música, me comentó que sentía mucho no haber podido dedicarle a Shostakóvich “un capítulo, que hubiera sido muy querido” de El canto de las sirenas. Es una pena, porque la figura de Shostakóvich necesita luz.
Un antiformalista clandestino
La andadura lírica de Shostakóvich se vio sobresaltada por el rechazo de Stalin a su Lady Macbeth. Después de la traumática experiencia, no volvió a completar ninguna ópera. Así que se quedó en dos, contando La nariz, que, a partir de una historia de Gógol, había alumbrado entre 1927 y 1928. Se concentró en sus sinfonías y en el banco de pruebas camerístico. Aunque no hay que olvidar que volvió a Gógol para armar sobre Los jugadores una nueva ópera. Pero terminó claudicando al finalizar el primer acto. Le parecía que su carácter satírico podría remover a los censores. En Anti-formalist Rayok, pieza de teatro musical, sí que no se cortó, por eso la mantuvo clandestina. El Real la presentará el día 26 en el Teatro Fernando de Rojas del CBA. A. O.