Si "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver", tal y como rezan unos versos de Peces de ciudad, la canción que Joaquín Sabina (Úbeda, Jaén, 1949) escribió para que originalmente cantara Ana Belén, ¿qué hacer entonces si ese lugar fuera escenario de tus contratiempos más recientes?
El compositor e intérprete ubetense volvió, como los toreros valientes a los que admira, al lugar de los hechos para redimirse. Era la primera parada en Madrid —la siguiente será este jueves— de la gira Contra todo pronóstico, con la que regresó a España el pasado 20 de abril tras un periplo latinoamericano.
Anoche esperaba el Wizink Center, estadio en el que hace poco más de tres años sufrió una aparatosa caída —se precipitó al foso desde más de dos metros de altura— durante una actuación junto a Joan Manuel Serrat. En el preámbulo de la pandemia. El día que cumplía 71 años.
En 2018, mismo emplazamiento, Sabina se marchaba cuando habían transcurrido poco más de noventa minutos de concierto porque se quedó sin voz. En 2014, fue un ataque de pánico escénico lo que le obligó a abandonar las tablas media hora antes de su conclusión. "Me ha dado un Pastora Soler", dijo para quitar hierro al asunto. Y es que la cantante había pasado por el mismo trance meses antes. Sin embargo, más allá de sus jocosas declaraciones, que desencadenaron las críticas de algunos compañeros de profesión, aquel episodio hizo saltar las alarmas sobre el futuro del artista en los directos.
El Palacio de los Deportes de Madrid se había convertido en un lugar maldito. No obstante, casi una década después y una pandemia mediante, Sabina demostró este martes un pletórico estado de forma en su reconciliación con el estadio madrileño. Bien es verdad que la ceremonia no se oficiaba en Las Ventas, espacio del que Sabina ha salido "a hombros" tantas veces y en el que rara vez se celebran ya eventos musicales, pero sobre la noche de ayer se cernía un nubarrón cargado de simbología taurina.
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La lluvia, que ha arruinado tantas tarde de expectación en el coso madrileño, se manifestó desde primera hora de la tarde y minutos antes del inicio del concierto, cuando un asistente al mismo y un taxista libraban una oscura bronca en la confluencia de las calles Jorge Juan y Fuente del Berro, volvía a hacer acto de presencia.
En un recinto cerrado, naturalmente, las inclemencias meteorológicas no serían determinantes, pero las sensaciones no hacían presagiar una noche tan memorable como la que acabó siendo. Para terminar con las referencias taurinas, diremos que Sabina es, como la mayoría de los matadores, muy supersticioso: el bombín, ciertos rituales antes de enfrentarse al público, etc.
Resulta que Fernando León de Aranoa nos había desvelado, en el reciente documental dedicado a su figura, no solo su lado más humano, sino también una fragilidad sobrecogedora en los días de concierto, cuyos momentos previos se convierten en situaciones límite.
Entenderá el lector que uno llegara al Wizink, ahora se puede decir, con una mínima sospecha. ¿No será en este concierto cuando…? Incluso dos asistentes debatían, en los minutos previos a la salida de la banda, sobre los motivos que le conducen a volver a los escenarios. Ninguna de las propuestas albergaba grandes esperanzas para lo que estaba a punto de ocurrir.
Pero cuando Sabina salió al escenario, los agoreros enterraron el hacha de guerra con que pretendían certificar su ocaso. El público, puesto en pie, estalló en una ovación que este cronista no recuerda en ocasiones anteriores. Estremecedora, apoteósica.
Los acordes de Cuando era más joven sonaron, ayer más que nunca, como una declaración de intenciones. En el centro del escenario, la realidad de sus 74 años: una butaca desde la que interpretó la gran mayoría de las canciones. Habrá quien no se crea que la voz rota de Sabina sobrevivió ayer a más de dos intensas horas en plenitud de condiciones. Pues si no tuviéramos conciencia del momento en que vivimos, si es que de verdad la tenemos, muy pocos habrían sospechado que no se trataba del mismo Sabina que les hacía vibrar hace, pongamos, una década.
A pesar de que el micrófono permaneció desactivado durante los segundos que duró el primer verso del tema de inicio —la comparecencia de los fantasmas fue menos que fugaz—, el del bombín ocre pálido y la americana a rayas se mostró tranquilo, confiado. Al término de su primera prueba de fuego, exclamó: "¡Por fin, carajo!". Con un soneto dedicado a la capital, su ciudad de acogida, no solo se metió al público en el bolsillo, sino que recordó a todos la dignidad literaria que domina su carrera como artista.
"Otra vez renovando el diccionario" o "haciendo habitual lo extraordinario", rezaban algunos versos de quien "celebra el milagro de estar vivo / sobre el mismo escenario de Madrid".
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La canción escrita para el citado documental de León de Aranoa, Sintiéndolo mucho, sirvió para que Sabina dedicara unas cariñosas palabras al "queridísimo y admirado" Leiva, que participó en su composición, se encontraba entre el público y desde hace años no solo ejerce de productor de todo cuanto compone el de Úbeda, sino que se ha convertido en su más fiel escudero. Lo niego todo, la tercera del set list de anoche, también lleva la impronta del cantante pop madrileño.
Para cuando comprendimos que los acólitos del "antiguo" Sabina —el eterno, el de las canciones que ya son himnos— también están encantados con el Joaquín contemporáneo, los dos asistentes que desconfiaban al inicio ya habían entregado la cuchara. "Está muy bien hoy", concedieron. Pero los clásicos del repertorio regresaron. Tras la proyección de algunas de sus irreverentes pinturas, una versión renovada de Mentiras piadosas había precedido a la enérgica y vitalista Lágrimas de mármol, contenida en el disco Lo niego todo. "Superviviente, sí, maldita sea", cantaba Sabina con rabia la noche en la que el verso cobraba aún más sentido.
Desde entonces, ahora sí, las canciones de todos. Cuando aprieta el frío anunciaba los compases de ranchera, tan recurrentes a lo largo de su producción artística. Para cantar a Chavela Vargas, "no para llorar su muerte, sino para celebrar su fantástica vida", esta vez no brindó con tequila. "Es agua. Qué vergüenza, con la que ha sido una", dijo mostrando el vaso al respetable, que se desgañitó con El bulevar de los sueños rotos. El reconocible punteo que ejecutó Borja Montenegro, el guitarrista recién llegado a la banda, acabó con la imagen de la fallecida cantante mexicana al fondo. Y una dedicatoria de su puño y letra: "Te amo, Joaquín".
El guitarrista y cantante Jaime Asúa comenzó a asumir más protagonismo conforme la actuación avanzaba. Se repartió con el flaco de Úbeda la canción más recordada de las que escribió junto a Fito Páez en aquel disco cuyo título resultó ser premonitorio: Enemigos íntimos. Luego firmarían la paz, es cierto, pero el caso es que "Llueve sobre mojado" fue la canción con la que Sabina presentó a su banda:
La cantante Mara Barros, que interpretaría Yo quiero ser una chica Almodóvar en el descanso que su autor se tomó a continuación; Pedro Barceló a la batería, después de tantos años en el grupo; Laura Gómez Palma al bajo, otra incorporación reciente; Josemi Sagaste al clarinete, al saxofón, al acordeón... Y, por supuesto, Antonio García de Diego, director musical y destinatario de la ovación más cerrada.
"Ahora que he roto el maleficio, hoy, aquí, con ustedes, no me cambio por nadie". Así de puro y sincero se descubrió el artista en el regreso a su butaca. El cambio de vestuario, más jaranero, no dejaba lugar a dudas. Nadie pensaba ya que aquello no pudiera acabar en una celebración alejada de los peores augurios, de los peores recuerdos. Con camisa oscura, aunque salpicada de lunares rojos, se dispuso a interpretar la tanda de canciones más reposadas.
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La primera de ellas, sin embargo, desató un fervor más propio de una afición futbolera que de un público entregado a un cantautor. "Oé, oé, oé", se escuchó en el Wizink Center después de Tan joven y tan viejo. Es preciso aclarar, con todo, que no se celebró tanto el verso "nada de adiós, muchachos" como el de "todavía me emborracho".
El clima evidenciaba el deseo de ver feliz a Sabina. Lo fue, no hay duda. Se divirtió en el escenario, por más que pocas veces abandonara su asiento, desde el que miraba en los teleprónteres las letras que se le resisten. Pero seguían las canciones abajo, los medios tiempos, la balada A la orilla de la chimenea.
El soneto contenido en Ciento volando de catorce (Visor, 2001) en el que nombra cada rincón del cuerpo femenino fue la antesala del homenaje a los clubes de carretera. Muy pocos serían los que no cantasen aquello de "la más señora de todas las putas, la más puta de todas las señoras" en Una canción para la magdalena. Mara Barros, a los coros en este formato piano y voz, lo (ad)miraba dejándose el alma en la que fue su mejor interpretación.
Volvió a coger la guitarra para pulsar las cinco notas capaces de levantar a un estadio arrebatado con más de 15.000 personas. Era el punteo de 19 días y 500 noches, la fresquísima rumba que todos corearon. Cambió de la española a la acústica para interpretar solo la mitad de la citada Peces de ciudad. Otra demostración de poderío a la que se iba a sumar, de nuevo, Barros. Sabina reivindicó "la copla española de toda la vida" para que su corista se luciera con Y sin embargo te quiero.
Las voces de Concha Piquer y la de Sabina están lejos, pero una letra de Quintero, León y Quiroga ensambla con Y sin embargo de maravilla. La del cantautor jienense, ayer tan madrileño, es una de esas canciones que trascienden las coyunturas de una vida. Porque siempre pasa que "cuando duermo sin ti, contigo sueño... y con todas si duermes a mi lado".
Se puede escuchar dentro de diez años y estar pensando exactamente lo mismo que ahora, pero de otra persona. "Para esto sirve un sombrero", dijo Sabina quitándoselo al terminar el rito que, desde hace décadas, consiste en que el público coree al unísono el último estribillo.
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¿Y las sillas para qué?, se andaría preguntando buena parte de los asistentes al concierto. Una cosa es que Sabina envejezca y otra que lo haga su música. Y mucho menos su público, que ayer se dividía entre tres generaciones. Representantes de todas ellas recibieron con saltos los primeros acordes de Princesa. Los músicos, alante, junto al jefe, constataron la unidad de la banda pese a la sorprendente ruptura del maestro con Pancho Varona, un fijo en el escenario (y en el estudio) desde los inicios de su carrera.
Solo faltaban los bises. Jaime Asúa, que había rellenado la sombra alargada del músico y productor en, al menos, el plano interpretativo, cantó con gusto El caso de la rubia platino. Y en esto, volvió Sabina con la indumentaria más elegante de la noche para cantar la canción de amor más impresionante de todas las que se han escrito en nuestro idioma.
Pero Contigo no podía ser el final. Parecía que iban a ser dos rancheras engarzadas, porque así acaban las mejores noches, las que despidieran la fiesta. Después de Noches de boda y de Y nos dieron las diez, le pusieron dos platillos en las manos para reírse de sí mismo, para burlarse una vez más de la muerte: "Si lo que quieres es vivir cien años, no vivas como vivo yo". Con la energía que derrochó ayer en el mismo lugar donde estuvo a punto de concluir su carrera, podría vivir otros doscientos. La vida, sin embargo, suele detenerse antes. Menos mal que las canciones de Sabina sí que son inmortales.