Afortunadamente hay sobre la faz de la tierra cada vez más directoras de orquesta, una actividad que parecía vedada a las damas, que preferían dedicarse al mundo instrumental y al del canto. Paulatinamente, de veinte años para acá, con decididas protagonistas como Marin Alsop y otras, el campo se ha venido abriendo poco a poco. También en España. Y ya las directoras van ocupando puestos de relieve. Como Gemma New, que accede esta semana al podio de la Orquesta Nacional.
Nacida el 8 de junio de 1986 en Wellington, Nueva Zelanda, en el seno de una familia dedicada a la música, New llevaba desde el principio sangre de directora en las venas: siendo prácticamente una niña, dirigió a la Orquesta Juvenil de Christchurch. Fue el inicio de una carrera imparable.
En 2015 está ya al frente de la Filarmónica de Hamilton tras cumplir un tiempo como ayudante de Dudamel en la Filarmónica de Los Ángeles. La Sinfónica de St. Louis cuenta con sus servicios, lo mismo que la de Dallas, de la cual es directora invitada desde 2019. En marzo de 2021 se le concedió el Premio Georg Solti. Y ese mismo mes debutó en nuestro país al frente de la Sinfónica de Euskadi.
Gemma New maneja una apreciable técnica de batuta y defiende criterios de rara pureza
Tiene ya por tanto Gemma New experiencia en el métier. Aparte de manejar una muy apreciable técnica de batuta y defender criterios artísticos de rara pureza, parece tener las cosas muy claras en su profesión, que vive de forma muy sana. “Cuando subes al podio y trabajas con músicos tiene que haber un gran nivel de integridad personal y respeto mutuo. Para hacer eso tienes que ser absolutamente honesto y saber cuáles son tus objetivos como intérprete. Eres bastante vulnerable ahí arriba. Ser fuerte y ser quién eres es lo primero”, señala.
Será muy interesante ver, a partir de este viernes 6, cómo se desenvuelve esta sensible artista ante la Nacional. Tiene que defender un programa de altos vuelos, que se inicia con la maravillosa obra de Dutilleux Tout un monde lointain, que se ha escuchado ya más de una vez en las últimas temporadas de la formación y de la que hemos hablado en estas páginas.
Pero siempre interesa volver sobre este concierto para violonchelo y orquesta sui generis escrito entre 1967 y 1970 para Mstislav Rostropóvich. El tan bien coloreado lenguaje del compositor galo, inscrito en un discurso atonal de ecos expresionistas, con exigentes momentos de alto virtuosismo y pasajes nada fáciles en la zona aguda, creadores de una tensión vivificante, pide mucho al solista, que es en este caso el cada vez más activo y acreditado franco-canadiense Jean-Guihen Queyras (Montreal, 1967), dotado de un sonido pleno y rico en armónicos y de una digitación ejemplar. Hace de la obra de Dutilleux una auténtica creación.
[Muere el compositor francés Henri Dutilleux]
Cierra el concierto la Sinfonía nº 2 de Sibelius, una de las obras más características y definitorias del estilo y del poder expresivo del compositor finés, un creador curioso, raro, aun en los casos en los que el catón de lo sabido era adoptado por él para establecer formas. Era sin duda un músico marcadamente tonal y que se abastecía en las raíces del tardío romanticismo. Pero se encuentran en él sorprendentes efectos. “Sibelius huía casi siempre del contrapunto como de la peste” y, sin embargo, subrayaba Truscott, “su música se mueve con una singular solidez y maestría”. ¿Cuáles eran sus secretos?
Entre ellos, la configuración de sus temas, de sus melodías, constituidas por frases que se repiten con efecto acumulativo, tras un cambio de armonía y una escalada a un tono más elevado. Pero mientras las frases avanzan, la armonía permanece estática, lo que supone combinar el movimiento con el estatismo. Buen ejemplo de todo ello es esta Sinfonía nº 2, que posee uno de los finales más imponentes del sinfonismo moderno.