En el autobús de los músicos de la Sinfónica de Madrid que iba del aeropuerto JFK al hotel Sheraton de Times Square había ambiente de excursión escolar. Expectación e ilusión ante el reto de tocar en el Lincoln Center. Camadería, bromas, comentarios jocosos y buena onda entre los componentes del conjunto titular del foso del Teatro Real. “Aquí en Nueva York lo que pasa es que puedes ir desnudo por la calle, solo con unos calcetines de colores, y la gente tampoco te creas que te va a hacer mucho caso. Seguro que habrá otros que llamarán más la atención todavía”. Uno de los instrumentistas dejó esa afirmación enunciada en alto flotando en el aire.
Pudiera parecer una reflexión algo tosca pero en realidad alumbraba el meollo de la dificultad radical que existe para venir a esta ciudad, que seguramente sigue ostentando la capitalidad mundial a pesar de tantos vaivenes geoestratégicos, y ofrecer algo que pueda ser de interés de sus habitantes. La institución presidida por Gregorio Marañón lo lleva intentando in situ desde el año pasado, cuando se personó -con la Sinfónica de Madrid- en la Gran Manzana por vez primera con la intención de ganarse al público estadounidense, sobre todo para su plataforma digital My Opera Player. Tocaron en el Carnegie Hall, llenando casi su aforo.
La iniciativa fue bien, por lo que la estrategia ha tenido continuidad este año, con la colaboración de nuevo de firmas como Iberia y El Corte Inglés. Lo único que esta noche el templo escogido para colocar la pica madrileña en la metrópolis que le hace cosquillas al cielo con sus espigados edificios ha sido el David Geffen Hall del imponente Lincoln Center, complejo dedicado en exclusiva a las artes escénicas (danza, teatro y ópera) y la música. Hablamos del hábitat natural de la Filarmónica de Nueva York, que le ha hecho un hueco a sus colegas españoles (es un decir) por un día.
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La sala arrastraba mala reputación a lo largo de su historia. Los directores lamentaban que fuera demasiado seca, es decir, que el sonido generado tuviera poca reverberación. Es algo que se ha intentado solucionar con la reciente reforma y que en buena medida se ha conquistado a tenor del resultado acústico alcanzado en un mayestático concierto de tres horas brindado por el mismo director que estuvo al frente de la Sinfónica de Madrid en septiembre de 2021 en Nueva York: el vitoriano Juanjo Mena, una garantía de savoir faire para meterse al público norteamericano en el bolsillo. Es, en efecto, un país que tiene muy trillado a lo largo de su prolífica carrera, con actuaciones estelares en festivales como el bostoniano de Tanglewood que le abrieron camino.
Mena, siempre danzante en el podio, con contagiosa musicalidad, ha venido con un jugoso programa, erigido como reclamo atractivo para un respetable que, aquí, como dice Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, “tiene una oferta musical apabullante”. Volvemos a lo de antes: ganarse la atención en Nueva York es tarea muy difícil, por lo que la originalidad se torna indispensable. El otoño pasado se optó por un cóctel nacional: El sombrero de tres picos de Falla, la Suite Iberia de Albéniz y un zafarrancho zarzuelero servido con donosura por Sabina Puértolas: Doña Francisquita, La tabernera del puerto, El barbero de Sevilla…
De Ayuso a Carolina Herrera
Este año estuvo Falla de nuevo. El amor brujo, que tuvo en la cantaora trianera Esperanza Fernández a la maestra de ceremonias, proyectando su jondo embrujo hasta los últimos rincones del casi repleto Geffen Hall, con una capacidad para poco más de 2.700 personas, casi la misma que la del Carnegie. Entre los asistentes, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso; la delegada de las Artes del Ayuntamiento de Madrid, Marta Rivera de la Cruz; la empresaria y diseñadora Carolina Herrera; la rutilante y extrovertida soprano Joyce DiDonato, que estos días anda haciendo Dead Man Walking en el Met (recuerden que la interpretó en el Real).
Mena, infatigable buceador de partituras, se ha traído para la ocasión la composición original de El amor brujo, detalle que marcaba la diferencia. Esperanza Fernández ha prendido el fuego (fatuo) andalusí. Lleva cantando a Falla desde el 94 y se percibe a las claras su dominio de los pentagramas del compositor gaditano, verdadero alquimista de la tradición folclórica española (el flamenco en primer término) con las corrientes clásicas de la música erudita.
Amigo Ravel
Esta amalgama ha sido la idea-fuerza que ha vertebrado un concierto que ha trascendido las fronteras nacionales. Ravel, buen amigo de Falla, de ascendencia vascofrancesa, ha sido traído a colación para cerrar la velada (Daphnis et Chloé), abierta con un Alberto Ginastera juvenil, el de Panambí Suite, la pieza que lo encumbró como la gran promesa en Argentina y donde se cuela el sonido de la Pampa.
Acto seguido apareció en escena Pablo Ferrández con su rotundo Stradivarius ‘Archinto’ para, en su transcripción de Concierto de chelo de Dvorák, dejar el fraseo de una expresividad memorable, habilitado por los compañeros de la Sinfónica de Madrid, con los que tiene una larga complicidad: con algunos de ellos coincidió en las aulas de la Escuela de Música Reina Sofía de Madrid.
“Maravilloso, a todas las notas le da un sentido”, decía Matabosch en los corrillos del descanso, feliz de haber conseguido de nuevo su objetivo: llamar la atención en la ciudad donde el público está de vuelta de todo. O casi.