Pensar los últimos 25 años del jazz produce delirio y felicidad. En el siglo XX el género estuvo dominado por cabezas rectoras con estilos que imantaron extensas regiones de esta cultura. Hoy no existen esos grandes faros (Louis Armstrong, Duke Ellington, Charlie Parker, Miles Davis o John Coltrane) que unificaban corrientes.
Ahora hay menos gurús, pero desde Trombone Shorty en Nueva Orleans hasta la pianista Hiromi Uehara en Japón, los aristócratas del jazz se cuentan por centenares. Abreviar es inevitable: Herbie Hancock, Charles Lloyd, Cécile McLorin, Maria Schneider, Bill Frisell, Donny McCaslin, Jorge Pardo, Javier Colina, Chano Domínguez y Marco Mezquida.
Herbie Hancock (Chicago, 1940) queda elegido patriarca del jazz en activo. La marca de Miles Davis está en la lumbre de un creador fuera de serie. Su discografía es enorme, profunda, riquísima y variadísima. Hancock tiene una inventiva caleidoscópica. Fijemos su presencia en el espejo del cine: hizo música para Antonioni y por el soundtrack exquisito de Alrededor de la medianoche le dieron un Oscar en 1987. El signo del siglo XXI es la fragmentación, divina y terrenal. Muchas barreras mentales han caído. Una constante de los últimos 25 años en el jazz es que los genios actuales pueden hacer de todo. Y hacerlo todo de gloria.
Una constante de los últimos 25 años es que los genios actuales pueden hacer de todo. Han caído las barreras y cada uno predica su verdad
En lo que va de siglo hemos perdido fantásticas luminarias: Chick Corea, Ornette Coleman y, muy recientemente, Wayne Shorter y Carla Bley. El saxofonista Charles Lloyd (Memphis, 1938) es un fervoroso guardián de la llama. En su zarza espiritual arden últimamente “La llorona” y “Rabo de nube”, las profecías de Leonard Cohen y el cabaret de Bola de Nieve.
El guitarrista Bill Frisell (Baltimore, 1951) es compañero de armas de Charles Lloyd y escudero de docenas de estrellas del pop. Su discografía personal es inabarcable, con esquinas tan encontradas como el free que hace con John Zorn o las cabalgadas de sus discos country. Frisell es creador de ecosistemas con cruce de cromosomas diversos. Una guitarra atmosférica que galvaniza todo lo que toca. Lo mismo le pasa al también guitarrista Marc Ribot, enamorado del cubaneo y lugarteniente de Tom Waits.
La compositora Maria Schneider (Minnesota, 1960) cogió el testigo de Gil Evans y, como el maestro, hace un jazz riguroso y rompedor al mando de una gran orquesta, políglota y multipremiada. De esa orquesta ha salido precisamente el prometeico saxofonista Donny McCaslin (California, 1966), uno de los pocos instrumentistas que pueden renovar un género que no es el suyo. Dato: McCaslin y su grupo fueron elegidos por David Bowie para ser la banda de compañía en su último y final disco Blackstar (2016).
Mucho hay que cantar para destacar en el distinguido ambiente de las vocalistas de jazz. Cécile McLorin (Miami, 1989) canta una barbaridad, en inglés, francés y español. Se ha convertido en una diva que lo mismo actúa en un teatro que llena un gran auditorio, como la pianista y cantante Diana Krall. Una gran novedad son esas nuevas creadoras empoderadas: Esperanza Spalding, Terri Lyne Carrington o Melissa Aldana.
En España buena parte de nuestro jazz está empapada de flamenco. Jorge Pardo puede encabezar rotatoriamente un piquete en el que están Carles Benavent y Antonio Serrano, tocados los tres por el duende de Paco de Lucía. Son instrumentistas superdotados. El soberbio pianista Chano Domínguez (Cádiz, 1960) destaca tanto en solitario como con la copla de Martirio.
[Reforma y contrarreforma de la arquitectura]
Por toda nuestra geografía hay magníficos jazzistas con seña de identidad propia: Moisés P. Sánchez, Perico Sambeat, Pablo Martín Caminero, Albert Sanz... El contrabajista Javier Colina (Pamplona, 1960) es tan versátil que lo mismo formó pareja con Tete Montoliu que con Bebo Valdés. Con Sílvia Pérez Cruz hizo un disco maravilloso. Y con el arrasador y delicado pianista Marco Mezquida (Menorca, 1987) también hizo Sílvia un disco apabullante grabado en vivo en la jazzística sala Blue Note de Tokio. Han caído las barreras y cada uno predica su verdad. No hay crisis de fe en el jazz del XXI.