El lugar para el que se escribió esta ópera de cámara con tres voces, veinte instrumentos y títeres, encargo de la Princesa Edmond de Polignac, era una pervivencia plena de modernidad de los salones culturales del siglo XIX. El suyo en París fue punto de encuentro y referencia capital de un distinguido reducto de músicos, pintores y escritores de su tiempo. La princesa encargó piezas notables a Satie, Fauré, Stravinski o Poulenc, y entre sus habituales invitados se contaban personajes tan brillantes como Isadora Duncan, Paul Valery, Cocteau, Monet, Diáguilev o Picasso.
Allí se presentó Falla con una constelación cervantina de fantasía, burlas, máscaras y numerosos planos: en la caballeriza de una venta, Don Quijote asiste a una función de títeres a cargo de maese Pedro. Un muchacho, el Trujamán, va a ir explicando, según se representa, una hazaña entresacada del Cantar de Roldán en la que Don Gayferos acude a rescatar a su esposa Melisendra, hija del emperador Carlo Magno, desde hace años cautiva del Rey Marsilio. Durante la representación, Don Quijote va a confundir (una vez más) ficción y realidad, se olvida de que está viendo simples títeres e irrumpe violentamente en la trama para ayudar a Don Gayferos y Melisendra, y destroza, sembrando el caos, el retablillo ambulante.
Los títeres constituyen un vértice significativo. En esos años se estaba cuestionando el papel tradicional del actor sobre el escenario. Cubrirlo con máscaras o un vestuario antinatural, o incluso sustituirlo por muñecos o títeres empezó a recorrer puestas en escena y dramaturgias muy diversas, desde el expresionismo o el futurismo al surrealismo o la Bauhaus.
[Falla, un siglo de su retablo quijotesco]
Es significativo que El retablo de maese Pedro no sea una simple función de títeres dentro de la trama general de la obra, porque Falla da una vuelta más y convierte en muñecos también a los asistentes a esa función: Don Quijote, maese Pedro, el Trujamán o Sancho Panza son títeres cantando y asistiendo a la función de títeres de la aventura caballeresca; un reto para la escena y para la música, que circula entre la ‘realidad’ de los títeres de la venta, la ‘ficción’ de los del retablillo, las fantasías de Don Quijote y nuestra realidad de espectadores.
En el centenario de esta exquisita excentricidad, un sinfín de iniciativas y proyectos han convertido 2023 en una celebración colectiva. Una cartelera en la web del Instituto Cervantes fue anunciándolo puntualmente, y hoy sirve de memoria y testimonio de esta conmemoración coral: grabaciones, conciertos, publicaciones, coloquios, conferencias, congresos, talleres didácticos, programas de radio, exposiciones y, cómo no, representaciones escénicas, nada menos que trece en siete producciones diferentes. Una buena muestra de lo que la obra puede dar de sí.
Para la partitura recurrió Falla, según sus propias palabras, a “la sustancia de la vieja música, noble o popular, española”. Un viaje hacia el pasado como punto de partida para una música nueva e inédita que apoyó en una selección instrumental muy singular y precisa.
El 25 de junio de 1923, día del estreno, las expectativas eran muy altas para los asistentes, familiarizados en París con una tradición culta de teatro de títeres, cuyo máximo exponente había sido el Petit Théâtre de Judith Gautier, hija de Théophile Gautier y gran amiga de Wagner, de quien llegó a representar versiones adaptadas de Parsifal y Die Walküre, nada menos. Pero el resultado no defraudó: esta sorprendente propuesta pronto superó en repercusión los éxitos que Falla había obtenido con cualquier otra obra y enseguida vivió nuevas representaciones y muy diversas puestas en escena.
Primero fue en Bristol en 1924, dirigida por Malcolm Sargent, al año siguiente Sevilla, Barcelona o Bilbao, entre otras ciudades, en una producción nueva con los mismos artistas del estreno (Hermenegildo Lanz, Manuel Ángeles Ortiz, Hernando Viñes), y Nueva York (dirigida por Willem Mengelberg con títeres de Remo Bufano), en 1926 Ámsterdam (con dirección de escena de Luis Buñuel, que se estrenaba en el oficio) y Zúrich (con diseños de Otto Morach), al año siguiente Colonia y Berlín (aquí dirigida por Erich Kleiber)…
Es decir, ocho producciones diferentes en los primeros cinco años, y así ha seguido la tónica hasta hoy, con las más importantes compañías de títeres (desde I Piccoli de Podrecca hasta Alain Recoing o Basil Twist, por citar sólo tres nombres), directores de escena (Hans Strohbach, Gian Carlo Menotti, Klaus Michael Grüber) y directores musicales (Ernest Ansermet, Esa-Pekka Salonen, Pierre Boulez), además de los principales nombres españoles, junto a artistas plásticos tan variopintos como Zuloaga, Prampolini, Barceló o Antonio Saura entre muchos otros.
Para Falla, El retablo tenía un valor especial. Se lo había insinuado a la princesa, cuando, disculpándose por la desesperante tardanza de más de cuatro años hasta que estuvo lista para su estreno, le explica la inesperada –“hasta para mí mismo”– importancia que había cobrado esta creación, iniciada como “un mero divertimento”, pero que se había convertido “entre todas mis obras, aquella en la que mayor ilusión he puesto”.
Una miniatura, mil caras
Con dirección científica de Alfredo Aracil, el libro Cuántas trompetas que suenan..., recién publicado por el Archivo Manuel de Falla, aborda las distintas facetas que caracterizan El retablo de maese Pedro, cada una de la mano de un importante especialista: la particular vida musical, cultural y social del París que vivió el compositor y propició el encargo, los neoclasicismos musicales, la estrecha relación del autor con la literatura, un estudio sobre los títeres y otro sobre la creación plástica que han acompañado a la obra. Junto a ello, un revelador inventario de producciones escénicas y una rica selección de ilustraciones, que permiten conocer y valorar esta especial miniatura.