"Huye luna, luna, luna, cuando vengan los gitanos", recitaba Lorca en 1928. Aquí, en una de las Noches del Botánico los gitanos han llegado, pero la luna no ha huido. Israel Fernández y Ángeles Toledano han conquistado el escenario madrileño, llenando el cielo de palmas andaluzas y flamenco puro.
El olor a hamburguesas acompaña al espectador al escenario, las luces coloradas iluminan los árboles, las sillas de playa crean esa atmósfera de verano y la gente toma algo mientras espera a que la música empiece.
Mientras el sol todavía ilumina gran parte del auditorio, el escenario está medio vacío: solo acoge dos sillas de madera negras, como las que están en los tablaos. El público empieza a entrar con sus cervezas en la mano preparándose para disfrutar del concierto de Las Noches del Botánico en los jardines de la Universidad Complutense de Madrid.
Una música penetrante. Una minifalda metalizada. Un cante jondo. Ángeles Toledano (Villanueva de la Reina, 1995) abre la noche con una toná campesina, un cante de arar la tierra, una de sus últimas canciones, Araora.
A su lado, Benito Bernal la acompaña con una guitarra flamenca. "Olé", exclama la cantautora. Sentada en un escenario enorme, donde una luz enfoca solo su figura, mueve los brazos y bate el pie. "Muchísimas gracias Madrid, muy buenas noches y muy buenas tardes", saluda Toledano. "Estamos muy felices de estar aquí y compartir esta música con todas vosotras, esperamos daros todo el corazoncito y un poquito más".
Toledano se mueve por varios palos de flamenco, la seguiriya, el taranto y el tango antes de adentrarse en un tema que "me gusta muchísimo". En el micrófono de la cantaora se escucha el viento soplar como parte natural de su cante. El auditorio, aunque medio vacío, aplaude, sopla, grita: "Olé".
"Es una suerte poder contar con ellas y decir que son amigas mías. Es una suerte poder disfrutar ese rato en el camerino y aquí en el escenario", afirma la cantaora. Entran así en el escenario Sara Corea y Belén Vega, cantaoras de flamenco, para preludiar una alegría coral. Sin guitarra, tres voces en polifonía, tocan las palmas, se miran y cantan.
"Venga, vamos con las niñas", da pie, así, a la canción tan inesperada. X las niñas (Alegría) es su segundo adelanto, que abre las puertas a su primer álbum, que saldrá a la luz en otoño. En el medio de varios "olé, olé, olé, mira compañeras", suben al escenario sus cinco amigas para llenar el aire de una poderosa fuerza de hermandad.
"Muchas gracias", repite la cantautora. "Es mi sueño estar aquí con Israel Fernández". Desde las últimas filas del público alguien grita "gracias a ti por haber nacido". Toledano sigue cantando por bulerías hasta que Bernal deja su guitarra posada en la silla y abandona el escenario, dejando a la flamenca terminar con un cante al aire libre, una de las canciones del nuevo álbum que todavía no está publicada.
Fernández bajo la luna
La cantaora ha tenido el tiempo de pintar el cielo de negro, dejando que las nubes y una lluvia ligera acojan a su maestro. Media hora más tarde, el auditorio está lleno. Se apagan todas las luces, dejando que la oscuridad del escenario se confunda con el cielo.
Entra el mago del compás Ané Carrasco, que abre el concierto con su batería electrónica, y unos minutos después aparece Diego del Morao, el guitarrista flamenco gitano con quien Fernández grabó su primer álbum, Amor. Se escuchan las palmas, la guitarra y la batería. Están todos los instrumentos. Solo falta una voz.
El público explota cuando lo ve. Israel Fernández (Corral de Almaguer, 1989) entra al escenario con su imponente melena rizada, se sienta en una silla y da aire a su cante. Entona Parece que te voy viendo (Soleá), un tema del proyecto Frente Abierto que todavía no ha tenido su estreno oficial.
La escena que se ha montado recuerda el interior de un pequeño tablao de los años 60. Madrid se queda en silencio, absorbiendo la fuerza de una música que envuelve el alma. Fernández no para de cantar durante más de 10 minutos.
El flamenco es lento, se saborea despacio. Unas palmadas, se levanta y termina. "Quiero dar las gracias a Dios y a la música por tener cerca a mi Diego del Morao", afirma el cantaor. "Voy a cantar con todo mi corazón, entregándome a ustedes con todo el amor del mundo".
"Guapo", grita el público. Fernández sigue cantando por soleá, tientos, tangos, toná y granaínas. "Dale, Diego mío, olé". El público toca las palmas, el suelo empieza a temblar por los zapateados. Una pantalla se ilumina, se pinta de amarillo y luego de rojo. Juega con los colores del flamenco.
Gobierna el silencio natural, el viento que sopla, la voz profunda y gutural del cantaor, las cuerdas de la guitarra, los olé y nada más. Escuchar flamenco en vivo es ser partícipe de esta experiencia con el alma, mientras que el cuerpo deja de existir.
La fuerte presencia escénica de Fernández, sus raíces gitanas y su voz profunda, envuelve la noche fría. Los espectadores no hablan, no cantan, escuchan y se diluyen en la profundidad de esa voz, formando así parte de un mismo cante.
Fernández se acerca a un piano. "Se ha quedado la noche serena y tenemos una luna preciosa, ¿verdad? Así que bajo la luz de la luna voy a cantar un poquito de granaína". La leyenda del tiempo es un poema de Federico García Lorca interpretado anteriormente por Camarón de la Isla, el gran espejo del cantaor. Bajo la luna de Madrid, Fernández decide recordar el alma de Granada, evocando su maestro.
El palco es suyo. Canta uno de sus últimos temas, Platero, algunas seguiriya y bulerías y, con mucha ternura, dedica Como yo te quiero a sus padres, que están entre el público. Cierra con una variación de Cielito lindo, pero vuelve y termina por fandangos.
El cielo se ha llenado de estrellas. "Vamos a hacer un bailecito", propone antes de marcharse. Madrid baila flamenco junto a Israel Fernández y sus hombres, que desaparecen, así, bajo la luna, bailando.