La noche se puso hechicera muy pronto. A favor de la poética de Robe Iniesta, que igual invoca a las fuerzas telúricas que a las celestes. En la tercera canción se dio la sincronía mágica. Contra todos cantaba la leyenda plasentina. “Y a mí la luz de la luna, ay, no quiere dejarme a oscuras y me lleva de la mano a abrazarte cuando estoy perdido”. Y mientras fraseaba, con su característica berrea lírica, la luna lunera sevillana, bien redonda, bien brillante, se rebrincó sobre las tejas de la plaza de España, sede icónica del Icónica Santalucía, el festival hispalense. El primer momento memorable del concierto era ya un hecho cierto.
Cerca de las 23 horas, Robe Iniesta había saltado al anfiteatro diseñado por Aníbal González a principios del siglo XX, con sus miles de ladrillos abrazando a más de 15.000 almas, una masa híbrida en lo generacional, que el líder de Extromoduro ha ido amalgamando a lo largo de las décadas de carretera, manta y escenario. Lucía una de sus faldas habituales, de tejido liviano y volátil.
Como el de su jubón marrón claro o, como cantaría él, descolorío. Arrancaba con Destrozares. Confesional y honda: “Perdí la dignidad y el sentido del honor”. La melena, entrecana. El rostro, curtido. Muy curtido. Documento flagrante de una vida intensa en amoríos, nocturnidades y adicciones. El wild side tatuado en el cutis. Qué destrozares…
La de Sevilla era una nueva comparecencia en su gira Ni santos ni inocentes, título que nos retrotrae a Delibes y a las dehesas de la tierra extremeña de Robe, en la que tipos como Paco el Bajo eran humillados por señoritos como el Iván. Él, como dejaba claro en Destrozares, no es ni lo uno ni lo otro. Sí que se le puede catalogar como un insumiso frente a dictámenes domesticadores del alma humana: recuerden su preferencia por ser un indio, mucho antes que encorbatarse como un importante abogado.
La tournée de Robe se esperaba con muchas ganas tras el coitus interruptus de la despedida de Extremoduro, que se enfangó en la pandemia y terminó pudriéndose, con malos rollos con Iñaki ‘Uoho’ Antón, cómplice otrora. Así que había mono de su canto rebelde, de sus versos embrutesíos. Pero desde aquella frustración ha pasado tiempo. Robe ha sacado disco nuevo, el cuarto suyo en solitario. Se nos lleva el aire. Hito en su trayectoria, trabajo a la altura de su leyenda, viniéndola a agrandar, de hecho.
Y lo nuevo es lo que más le apetece lucir, lo cual se nota en el repertorio: se dejó pocas piezas en el tintero de este último álbum. Después de Contra todos, atacó una composición cenital de la nueva remesa. Puntos suspensivos: “Recuérdame de que está hecho el amor. De viento, de puro viento”. La temperatura emocional se elevaba, al igual que la luna, plena en su redondez.
La banda con la que recorre España estos meses sonaba rotunda y nítida a un tiempo. Íntima y arrolladora, según tocase. Saxo, violín, piano… Por supuesto, bajo, guitarras y batería. La maquinaria perfectamente engrasada. “Ale, ale, Sevilla”, jaleaba Robe a la concurrencia, que degustaba la obra nueva de su héroe con gusto y familiaridad a pesar de su escaso recorrido. Pero, claro, cuando llegaban las reminiscencias de Extremo se removía un temblor profundo, que remitía a los antiguos aquelarres. Con los primeros acordes de Standby, empezaron a volar los primeros minis, como en un partido de Inglaterra. Lluvia de birra para refrigerar el sudoroso tumulto.
Daba pie a un tramo con canciones del mítico grupo hoy ya desarticulado. Buscando una luna (“Yo tó borracha consumo las horas, / mientras encuentro una luna que ande sola”) y Si te vas. Fiebre en los tendidos. Con sus 62 palos (lo de palos es en este caso una metáfora muy literal), Robe acostumbra a concederse un descanso. Casi media hora de interludio, tras la que vuelve para quemar las naves, para guitarrear con mala leche. Haz que tiemble, brutal. Poema sobrecogido, sinfonismo rockero con perfume aflamencado. Las dos Mayeúticas, crescendos que levantan un muerto.
Y así hasta el finale esperado por todo el mundo para bailarlo a muerte. Con la exhortación de Robe a escapar de la trampa del materialismo empobrecedor. Ama, ama y ensancha el alma. “Quisiera que mi voz fuera tan fuerte…”. La suya realmente luce un estado de forma admirable. Sin perder su raíz salvaje, la modula hoy con una mayor versatilidad. Guitarra en alto, de lado a lado del escenario, se tocaba el corazón y agradecía tanto afecto. Candor y rabia. Un concierto, en fin, para ensanchar el alma y empezar el verano con un chute vitalista en vena.