De todas las legendarias bandas de los 90 que han pasado este verano por la península, véase Pearl Jam, Smashing Pumpkins, The Breeders, Queens of the Stone Age, Jane’s Adiction… faltaban todavía los inconfundibles Pixies para llegar y poner el broche de oro a su particular manera.

La verdad es que ya ha llovido mucho desde que los de Boston irrumpieran en la escena del rock alternativo a finales de la década de los 80 para, sorprendentemente, separarse después en 1993 y luego volverse a juntar en 2004 hasta nuestros días.

Sus seminales discos Doolittle y Surfer Rosa abrieron un nuevo camino gracias a un estilo ruidoso combinado con una particular sensibilidad melódica que supuso una gran influencia para posteriores bandas como Nirvana, Pavement o Weezer.

Ya en su momento, Kurt Cobain se encargó de reconocer su influencia hasta la saciedad (a ver si les suenan esos gritos tan característicos de Caribou) y ciertamente no era para menos porque los Pixies despuntaron con su rock heterodoxo e informal fulminando los arquetipos tan marcados que reinaban a finales de aquella década ya desde el prominente descaro de su álbum debut, Come On Pilgrim.

Los que descubrimos a los Pixies en su momento ya nunca jamás pudimos desprendernos de su esencia mientras mucha gente alrededor no parecía tener muy claro a que jugaban esos discos tan inclasificables llamados Bossanova o Trompet Le Monde.



Pero afortunadamente a estas alturas se han convertido en una leyenda incontestable y Black Francis (o Frank Black, como quieran llamarlo) y compañía se plantaron puntuales en la última gran cita legendaria de esta edición de Noches del Botánico, ese ciclo de conciertos que se ha convertido en referencia fundamental de la capital para disfrutar la mejor música en las condiciones acústicas y ambientales más óptimas y, de paso, oxigenarnos verano tras verano.

Los bostonianos comenzaron la fiesta a su ritmo, con el medio tiempo y la oscuridad sónica de Gounge Away seguido, eso sí, de la hipnótica melodía de Monkey Go To Heaven que metió inmediatamente al público en el bolsillo con el primero de sus peculiares hits.

The Pixies en el festival madrileño Noches del Botánico. Foto: Martín Page

Es bien sabido que los Pixies se toman los conciertos muy a su rollo, de una manera musical que va fluyendo sin concesiones y que ya es muy poco habitual de ver sobre los escenarios, sin apenas escenografía ni un set marcado de antemano mientras van desgranando su colección de pequeñas joyas ruidosas como (la muy Iggy Pop) The Happening.

La fiesta latina punk con su particular acento español a la mexicana comenzó con Vamos, mientras a Black Francis, que hasta el momento se había mantenido hierático, parece que le sigue divirtiendo eso de hacer el macarra un rato.

Pero claro, cuando llega las inconfundibles notas de Here Comes Your Man, el delirio entre el público sube varios puntos, y es que ¿puede haber algo mejor que escuchar y corear ese largo estribillo final en un jardín botánico mientras una dulce brisa te acaricia los oídos? Puede que sí, pero en ese momento da la impresión de que no.

Después, con All Over The World, I Bleed y más tarde Crackity Jones, vuelta de nuevo a los saltos, a menear la cabeza y a la euforia veraniega de un público tan entregado como si nadie tuviese que madrugar al día siguiente. Y por si alguien se había relajado, de nuevo la festividad punkarra de Isla De Encanta se encargó de solucionarlo.

The Pixies en el festival madrileño Noches del Botánico. Foto: Martín Page

Con el grito rabioso de Tame, Black Francis sigue demostrando que a los 59 años todavía se puede ser punk de vez en cuando, mientras que las inconfundibles y sencillas guitarras de Joey Santiago en Bone Machine nos guían por la senda de su particular sonido heterdoxo a las seis cuerdas.

Y es que pasa el tiempo y sigue habiendo algo muy entrañable en los medios tiempos buen rolleros y melódicos salpicados en noise bostoniano mientras Black Francis desgrana sus historias como en Wave Of Mutilation. Si existe el punk-zen, sin duda,ç lo han inventado ellos.

Más tarde, cuando suena la icónica intro y los coros de Where Is My Mind, evidentemente la brisa y el subidón se elevan al cubo mientras el respetable se vuelve loco coreando a gritos su emblemático "no-estribillo". Lo que viene a ser el sueño de una noche de verano.

Y para finalizar el set los de Boston decidieron regalarnos la descarga sónica de Winterlong versionando al gran Neil Young en un final apoteósico y repleto de distorsión enérgica, como no podría ser de otra manera.

Pero aún quedaba su último as en la manga con Debaseruna de las grandes joyas de su disco Doolittle, que este año cumple 35 años (se dice pronto), en la que acabaron volando algunos minis de cerveza entre el público. Después del inmenso calor de estos días no se puede culpar a la exaltación veraniega producida por una melodía pop de ese calibre que levantaría a cualquiera que tenga sangre en las venas.

Un cierre perfecto para una noche (tranquilamente) mágica y que durante casi dos horas contuvo el discreto y legendario encanto musical de otra era.