Lo fácil sería iniciar esta pieza conmemorativa subrayando que María Dolores Pradera (Madrid, 1924 - Madrid, 2018), la gran dama de la canción, fue concebida en América Latina y alumbrada en España. Y que esta fue, cómo no, circunstancia crucial para que su repertorio musical hundiera sus raíces en los sones populares arraigados al sur del Nuevo Mundo. Pero no sería cierto.
Bien que nos ha servido finalmente como arranque, lo honesto será decir que este episodio fue, en rigor, un accidente. Tanto que la actriz y cantante —esto sí resulta muy curioso— no llegó a actuar nunca en Chile, el país donde nació porque su padre había fijado allí sus ambiciosas inversiones económicas. Huérfana de progenitor a los 11 años, la tercera de cuatro hermanos pasa la guerra en un piso de Chamberí junto a su familia: su tía Tata, su madre, su abuelo, que le inculca el valor de la cultura, y sus hermanos.
Asolados por las penurias económicas, para hacer fuego salían de casa a recoger las astillas de las persianas hechas trizas por los bombardeos, según recordó muchos años después. Otra de sus salidas tuvo como destino un cine del centro de la capital, pero también una bomba hizo que su hermano y ella tuvieran que estar "dos o tres días" entre los escombros, sin poder moverse. Un fragmento de este testimonio, correspondiente a una entrevista datada en 2007 en un programa de Aragón TV, sirve como apertura de la enjundiosa biografía que Aguilar y Cabrerizo (Santiago y Felipe) han dedicado a la gloriosa intérprete.
Déjame que te cuente (Roca Editorial) aparece cuando María Dolores Pradera hubiera cumplido cien años, solo seis después de su muerte, que transcurrió tan sencilla como lo fue su vida. Sus primeros contactos con el arte tuvieron lugar en las calles de su barrio, donde la niña cantaba —y sus hermanos pedían monedas a cambio— por Gardel y por Imperio Argentina, la diva que muy poco tiempo después la despachó con desagradable insolencia. "Ay, qué niña tan pesada", habría dicho la actriz y cantante al considerar que Dolores Pradera, su primer nombre artístico, se excedía con las muestras de admiración.
Eran los albores de los 40, la cruda posguerra, y la artista en ciernes acababa de aterrizar en los estudios Chamartín como figurante de la película Tierra y cielo. Durante aquellos años coincide con María Asquerino y Paco Rabal, con el que después compartiría buena parte de su etapa como actriz junto al director de escena José Luis Alonso. Pero antes sería el cine y sus tribulaciones, por más que en cuestión de una década pasara de meritoria a protagonista en una obra de teatro.
Pradera, todavía una adolescente "de familia finolis pero sin un duro", según recordaría más tarde, debutó en el teatro con una única frase, pero no se presentó en la función del día siguiente porque creía que aquello era como los rodajes de las películas. Durante los años posteriores, alterna el cine y el teatro, aunque su devoción es el escenario. Además, la cartelera teatral proporciona mayor estabilidad económica que las películas, a no ser que fueras la estrella. Y no era el caso.
Sería en los ensayos de Los habitantes de la casa deshabitada (1942), de Enrique Jardiel Poncela, cuando se enamoró de Fernando Fernán-Gómez, a quien había conocido antes en la universidad de la madrileña calle San Bernardo, donde él estudiaba y ella acudía como oyente. La nueva pareja se une a la gran compañía de cine del momento, Cifesa, aunque las dificultades económicas no tardan en llegar. Es cierto que aparecen como secundarios en la icónica Embrujo (1946), con Lola Flores y Manolo Caracol, pero esa disruptiva película no sería valorada con justicia hasta mucho tiempo después.
"Llorar de hambre"
La precariedad domina el panorama cinematográfico en la España de posguerra hasta el punto de que María Dolores cae enferma por inanición. "Vi el esqueleto de mi mujer y me desmayé", contaba Fernán-Gómez en sus memorias. Y ella misma confesó haber llegado a "llorar de hambre". Con todo, se casan en 1945 (ella tiene 21 y él 25) y se separan a comienzos de los 60, cuando el divorcio aún estaba prohibido. Antes, en los años 50, vuelven al teatro, y Fernán-Gómez, cuyas inquietudes creativas trascienden el plano interpretativo, se convierte en uno de los dramaturgos más importantes del país.
Cuando el Instituto Italiano de Cultura comienza a programar funciones, que despiertan el interés de la flor y nata de la sociedad cultural española, la Pradera asume su primer papel protagonista en Todos eran mis hijos (1951), obra teatral de Arthur Miller. Mientras tanto la pareja, en constante ida y vuelta de Barcelona a Madrid por sus trabajos en el cine, tiene tiempo para alumbrar dos hijos, Aurora y Fernando. En aquellos años su esposo "tenía tal personalidad que me apabullaba", recordaría la intérprete. Sus intervenciones en los encuentros sociales a los que asistían eran "casi monólogos".
La artista, que ya había compartido reparto con Paco Rabal y participado en Niebla y sol (1951), la ópera prima de José María Forqué, comienza a registrar su voz en algunas películas como Carne de horca, de Ladislao Vajda, un trabajo que favorecería su prestigio. Además, es "el uso más brillante que nunca hizo el cine de las capacidades como cantante de María Dolores Pradera", afirman Aguilar y Cabrerizo en la biografía, que profundiza mucho más en la trayectoria profesional que en la peripecia emocional de la retratada.
Bien es cierto que siempre se mostró muy discreta con su vida privada, pero, salvo algunos apuntes curiosos en la recta final del libro, apenas queda entreabierta la ventana que nos separa de su intimidad. No tendría por qué ser este un factor negativo; simplemente se trata de una obra que gustará más a los amantes del teatro, el cine y la música que a los interesados en la materia anecdótica y personal que presentan las celebridades. Porque esto sí resulta indiscutible: Déjame que te cuente es un completísimo retrato sociológico del franquismo, al tiempo que una rigurosa disección del panorama cultural de la época.
La escena teatral española en la segunda mitad del siglo XX, momento determinante en la historia de la disciplina en nuestro país, se nos revela con profusión de detalles: gran cantidad de información sobre relaciones personales entre las grandes figuras, pormenores técnicos de las películas y montajes teatrales en los que participa la intérprete, apuntes relativos a los repartos, a las historias que hay detrás de cada obra... Un lujo. Además, se incluyen numerosos fragmentos de reseñas —casi siempre elogiosas hacia la retratada— que evidencian la relevancia que tuvo la crítica en aquella etapa.
Sirva este paréntesis para engarzar los años de apuros económicos, la desazón y la incertidumbre, con el impulso definitivo de su carrera, que derivaría en una de las trayectorias más exitosas de la música en español del siglo XX. La primera canción que interpreta en público es "Caminemos", de Los Panchos, y comienza a actuar en la madrileña sala Alazán, un espacio exclusivo en el que reúne a figuras como Berlanga, Cela o Juan Antonio Bardem. Incluso en una ocasión Édith Piaf formó parte del distinguido público de la nueva cantante. Un privilegio, sin duda, para Édith Piaf.
Idilio con América Latina
María Dolores Pradera acumulaba influencias de la chanson francesa, pero se inclinó por la canción latinoamericana. "Va bien con mi temperamento", dijo, pues son letras y melodías "sencillas, dulces, populares. Las cantan cuando trabajan o cuando se divierten, cuando están tristes o alegres", añadiría. Y en otro momento explicó la configuración de su repertorio: "Mis canciones las voy aprendiendo a medida que viajo y en sus lugares de origen. Unas veces me las enseñan sus compositores, otras, diversos amigos míos, y en buena parte las recojo del mismo pueblo".
Sus conciertos, en efecto, comienzan a nutrirse de boleros, rancheras, valses peruanos, milongas, chacareras, folías, cuecas, cumbias... Incluso hizo alguna incursión en el fado, tal era su admiración por la legendaria Amália Rodrigues, pero eso sería después de encontrar al pianista Carmelo Larrea, un bilbaíno que compuso boleros para Antonio Machín. Su primer acompañante.
Su incursión en la música había sido un rotundo éxito hacia mediados de siglo, pero faltaba mucho para que abandonara el teatro. Su trabajo en el cine, eso sí, se vuelve residual. Cuando José Tamayo asume las riendas del Teatro Español, la figura de la Pradera experimenta un notable ascenso junto a actores de la talla del mencionado Rabal, Antonio Ferrandis, Núria Espert, Berta Riaza o Adolfo Marsillach, con los que comparte compañía teatral.
Sus interpretaciones en obras como la Soledad (1953) de Unamuno, primer papel de gran importancia, el Don Juan Tenorio (1954) de Zorrilla, donde interpreta a Doña Inés, o Cyrano de Bergerac (1955), le reportan la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, pero aún faltaba que deslumbrase en obras como el Tío Vania (1957) de Chéjov, montaje integrado en el selecto e intelectualista teatro de cámara, o La Celestina (1957) en la adaptación de Luis Escobar. Cuando en el homenaje a Marujita Díaz actúa junto a Lola Flores y Carmen Sevilla en La gata sobre el tejado de zinc (1959), la Pradera ya es una estrella.
Por si fuera poco, la televisión se cuela en las casas de los españoles en pleno desarrollismo. En los años 60 la nueva figura del teatro y la canción multiplica su popularidad, y eso que al principio se muestra escéptica con su llegada, gracias a las programaciones guionizadas por Jaime de Armiñán y Marsillach, con el que establece una gran amistad. Las obras de teatro, en las que comparte reparto con Fernando Rey, entre otros grandes nombres, ahora se ven en una pantalla.
Aunque volvería a trabajar en una obra de George Bernard Shaw en 1985, la intérprete abandona el teatro a finales de la década de los 60, no sin antes recibir el Premio Nacional de Interpretación Dramática en 1963, desempeñar el mismo año un papel en la obra Los verdes campos del Edén, de un recién llegado Antonio Gala, y hacer el protagonista de la lorquiana Mariana Pineda. En realidad "no dejé el teatro porque cuando canto, interpreto. Cada canción es una obra de teatro de tres minutos", manifestó.
Su decidida apuesta por la música en realidad ya estaba en marcha. En 1960 pasó a formar parte de la discográfica Zafiro, la más eminente del momento, con la que grabó un EP que incluía las cuatro canciones ganadoras del Festival Melodía de la Costa Verde, celebrado en Gijón, del que salió triunfadora. A partir de aquí, incorpora a su repertorio canciones de José Alfredo Jiménez ("Ojalá que te vaya bonito"), de Chabuca Granda ("La flor de la canela", "Fina estampa"...) y de Atahualpa Yupanqui que con el paso de los años convertiría en himnos.
Sería determinante, también en aquella etapa, el encuentro con Los Gemelos, Santiago y Julián López Hernández, los músicos que la acompañarían durante los grandes años de su carrera, que se consolida definitivamente con las giras de 1967 y 1968. El cambio de década sería su gran momento. Su caché, de 200 mil pesetas, solo lo superan artistas como Raphael, y ha podido comprarse una casa en México, a la que en alguna ocasión acudiría el cineasta Buñuel, entonces exiliado. La sala El Papagayo en Barcelona y el Teatro de la Zarzuela en Madrid son sus dos feudos en las dos grandes ciudades de España.
Dos encuentros en aquellos años resultarían especialmente simbólicos. En 1969 conoce a Los Sabandeños, el grupo canario que la acompañaría en el futuro, y un año después a Chabuca Granda, autora de los temas más exitosos de su repertorio. Agasajada en el Hotel Palace con un ramillete de flores que la Pradera toma prestadas de algún parterre del Paseo del Prado, la compositora peruana se expresó en estos términos para referirse a la cantante que había popularizado sus canciones: "Es el milagro de la canción popular: que los pueblos se lleven las canciones a otros pueblos".
Si algo cabe resaltar de la inmaculada trayectoria musical de María Dolores Pradera es su personalidad. Es admirable la dignidad con la que resistió a la transformación de los tiempos sin sucumbir jamás a las tendencias imperantes. Apostó por su estilo contenido cuando el público empezaba a inclinarse por lo más excéntrico. Su carrera siguió su curso, viento en popa, a pesar del empuje de la música anglosajona en el final de la dictadura, cuando algunos la consideraban una antigualla, y en la Transición, años en los que se cuestionó su compromiso político.
Aunque se mojó por los países latinoamericanos que vivían en sistemas dictatoriales, lo cierto es que nunca fue una amante de la canción protesta. Tampoco adoptó posiciones especialmente feministas, pero conviene recordar frases como la de que "en general, al hombre, sea donde sea, le molesta el exitillo de la mujer". Y en el plano personal, si es que lo anterior no lo era, una vez contó que ella siempre había estado con hombres muy celosos. "Y no sé por qué, porque yo soy una mujer muy fiel", resolvió.
"La Pradera es un estilo"
En los 80 se encontraba en la cumbre de su fama. "La Pradera es un estilo", sentenció Luis Antonio de Villena en un artículo en el que atribuía a la intérprete la capacidad de hacer "que la canción suramericana se transmute en una especie de aristocrático desfile". Dejó el tabaco, aunque no creía que fumar perjudicara a su cante grave pero acogedor, sencillo y hondo. "Conservo mi voz porque nunca la he forzado. No hay que forzarla, pero tampoco hay que dejar de ejercitarla. Una voz es como una guitarra. Si no se afina, si no se cuida, se estropea", manifestó.
Carlos Cano fue una de las grandes amistades que encontró en la recta final de su carrera. El de Granada fue determinante en el regreso de La Pradera a los escenarios hacia mitad de los 80, tras una caída en un recital, un problema en el oído y un trance de miedo escénico. Compartieron la gira Amarraditos y, a la temprana muerte del autor de las "Habaneras de Cádiz", grabó en honor a su memoria el disco que no tuvieron tiempo de hacer juntos. Fue una de las pérdidas más dolorosas para la cantante, que poco antes se había despedido de Santiago López Hernández, uno de Los Gemelos, y de José Luis Alonso, que se suicidó.
Fue admirada por compositores como Serrat, Sabina, Santiago Auserón, Loquillo, Enrique Urquijo o Quique González y conocida en algunos sectores como "la intelectual de la canción". Lectora de Miguel Hernández, Bécquer, Rubén Darío y Baroja, no le gustaba el género policiaco, pero sí las novelas de Simenon, y se mostró muy interesada por la pintura. Su distinguida elegancia tenía, por tanto, mimbres muy justificados. Si algo le repateaba de su profesión eran los espacios hostiles, así que siempre que pudo trató de adaptarse a formatos acústicos en teatros.
Su finísimo sentido del humor, que se proyectaba a través de un sarcasmo despojado de cinismo, derivó en momentos tan divertidos como el de aquella mujer del público que, en mitad de un concierto, no paraba de pedir la canción "Devuélveme el rosario de mi madre". Ante tal insistencia, la cantante dijo que no podía, que su madre ya se lo había devuelto. Era poderosa, pero sencilla y delicada como el vuelo de sus manos cuando interpretaba boleros. "Yo nunca me despeino, solo me desmeleno por dentro", dijo antes de morir el 28 de mayo de 2018. La muerte, que siempre le pareció "una cursilada".