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En su ensayo La vida secreta de una canción de amor (1999), Nick Cave relaciona el duende lorquiano con los sonidos oscuros, con el extremo emocional del éxtasis que nace en la tragedia. Otrora hijo del punk, hoy dandi espiritual del rock, Cave es el gran príncipe de las tinieblas.

Corolario de atmósferas y espacios que nos conducen a una espiral sin retorno, su música nos imanta hasta el éxtasis (qué cosa tan increíble lo de Red Right Hand, en el tramo final del espectáculo), consignan en su ADN y su voz de barítono, dulcemente cavernosa, los criterios de la belleza sobre los que ha construido un corpus musical absolutamente exclusivo y personal. Su música, esta noche en el pabellón WiZink de Madrid, ha derramado esa belleza “oblicua y cruel” sobre las diez mil almas convocadas. No creo que puedan olvidarlo con facilidad.

Más que un concierto de rock, un rito de resurrección. 150 minutos exactos, 22 temas, la mayoría, nueve, del último álbum. El setlist estuvo dominado por la música con la que el grupo The Bad Seeds, con Warren Ellis a la cabeza, como un sabio ermitaño que extrae sonidos imposibles de su violín eléctrico, ha venido acompañando el viaje personal de Cave en la última década. Desde Skeleton Tree, crónica de una dolorosa separación, hasta el día de hoy.

Un viaje espiritual que contiene muchas vidas y ausencias, muerte y renovación. Ghosteen fue el disco del duelo, Carnage el de la ira, Wild God, el de la aceptación. En el escenario ofrenda todo ello sin solución de continuidad para entregarse a la celebración de estar vivo, a gritar a la multitud que el ser humano es bello, a pesar de todo, de que la vida siempre tiene luz, si la tiene para el hombre que ha sobrevivido a la muerte de sus hijos. Y baila y se ríe y también llora. Y todos con él, propulsados hacia una suerte de ek-stasis, esto es, “un intenso sentimiento de alegría, placer, admiración…”.

Empieza arriba del todo, para qué esperar, levitando en la corriente poética y atronadora de los tres temas más monumentales del último disco (Frogs, Wild God y Song of the Lake), y de ahí no baja más que para decirnos que apaguemos los teléfonos, que la experiencia solo será posible reproducirla en la memoria. Ningún registro audiovisual puede capturar esa clase de energía.

Nick Cave al comienzo de su concierto en el WiZink Center. Foto: Martin Page

En el cuarto tema, O Children, introduce un exordio que solo es posible desde el lugar de un superviviente que ha desarrollado la facultad de observarse lejos de sí mismo, un tema sobre “la imposibilidad de proteger a nuestros hijos”. Y aún quedaban dos horas de espectáculo.

¿Cómo trasladar semejante odisea sonora a un recinto multitudinario? El caudal de la banda, un sonido potente y liviano al tiempo, que nos mece en su desgarro, de matices impecables, sinfónicos, oníricos, alguno diría que celestiales, el abrumador despliegue de luces, y las pantallas gigantes emitiendo la crónica en blanco y negro de sus movimientos, corriendo del piano al borde del escenario, de un lado a otro, soltando micrófonos al aire en el vuelo final de cada catarsis.

Un artista poseído por la belleza. Un predicador en traje gris brillante, danzando como una pluma al viento con 67 años que no le pesan, un hacedor de tormentas eléctricas y placentas de felicidad.

Y cada tema, lo sabemos por sus discos, adopta esa poética de la tensión y la purificación, crecen y se desmayan y vuelven a crecer como organismos vivos que devoran los límites a su paso. Sentimos que solo en directo cada tema puede alcanzar plenamente su propósito, su ontología, aquello para lo que nació. Sus clásicos Jubilee Street y From Here to Eternity formaron un díptico de resplandores en el escenario, sonaron como si los escucháramos por primera vez.

A cada momento climático le sigue la promesa del siguiente. En este ritual de resurrección su energía despega nuestros pies del suelo, nos invita a habitar un universo en el que la vida (la música) es algo más grande que cualquiera de nuestros pequeños problemas, donde lo mundano y lo anímico, la terapia y la plegaria, se encuentran y retroalimentan. Donde, efectivamente, nos sentimos bellos y mágicos.

Una y otra vez, el australiano buscó el contacto directo con el público, generar una comunión de almas mecidas en un templo de renovación espiritual. A mitad del concierto, en un bloque sentado al piano, era como si estuviera cantando para cada persona individualmente. Long Dark Night, otra liturgia que suena como un himno, convoca una suerte de belleza que parece inalcanzable, un desgarro que nos aísla en una burbuja de conciliación con nuestro tiempo y nuestro lugar.

"La canción de amor atesora en sus entrañas una inteligencia misteriosa que le es propia"

Nick Cave

Esta clase de proximidad y de seducción genera una intensa intimidad en el hueso de la épica góspel (con un coro de voces negras vestidas de blanco, elevadas en el escenario por encima de los músicos), algo realmente tangible incluso en la amplitud del pabellón. Uno podría escucharlo más alto (acaso faltó algo de volumen), pero no más sublime.

“Es tarea nuestra avanzar, desechar nuestro pasado, para cambiar y crecer -en resumen, para perdonarnos a nosotros mismos y al prójimo-, [pero] la canción de amor atesora en sus entrañas una inteligencia misteriosa que le es propia; y le permite reinventar el pasado y ponerlo a los pies del presente”. La energía musical transformó el espacio en un templo donde conjurar las emociones que modifican el pretérito.

Hay una épica en cada interpretación de las narrativas poéticas y barrocas de sus creaciones, como túneles de tránsito a la redención en manos de un dios salvaje, el que da título a su último álbum. El tema I Need You le sorprendió solo en el escenario, sentado al piano, acaso luchando para reprimir las lágrimas que también asomaban en los ojos de los cautivados oyentes. Un silencio sepulcral.

Como canta en The Weeping Song, el llanto no durará mucho. Luego la explosión. Tupelo (su canción sobre Elvis) y Carnage y, sobre todo, Conversion, acaso los platos fuertes, la cristalización de su gran proyecto sonoro, la energía abrumadora de The Bad Seeds en pleno funcionamiento.

Nick Cave durante su concierto en el WiZink Center. Foto: Martin Page

La presencia magnética del sumo sacerdote, en ocasiones como si le hubiera poseído el espíritu de Jim Morrison, se acerca constantemente a las primeras filas donde se agolpan feligreses y conversos, les da la mano, les mira a los ojos, les habla y nos habla a todos. “Esta canción te la dedico a ti y será la experiencia más inolvidable de tu vida”, le dice a alguien ahí abajo.

Irónicamente, no suena arrogante en sus palabras. Agradece y agradece a Madrid que le acompañemos esta noche en el país de García Lorca. Las cámaras documentan en tiempo real el drama y la entrega de todos los músicos, entre ellos el bajista Colin Greenwood, miembro fundador de Radiohead. Durante la conmovedora interpretación de O Wow O Wow (How Wonderful She Is), su hermosísimo recuerdo de Anita Lane, se suceden unas bellas y fantasmagóricas imágenes de la cantautora con quien Cave compartió escenario y vida hace cuarenta años.

Plegaria a plegaria, invocación tras invocación, el espectáculo invoca una dimensión que trasciende lo musical, se adentra en lo metafísico, en el corazón de una oscuridad llena de luz. La dimensión lúgubre de Cave ha desaparecido en esta nueva gira. Conserva su salvajismo, su apabullante y magnética intensidad. Su increíble voz procedente de territorios profundos.

Una suerte de sabiduría tan manifiesta que nos golpea por sorpresa. Y culmina con el haz de luz en vertical cantando Into My Arms. Él y su piano negro, en el centro del escenario, diciendo que nunca creyó en un dios intervencionista, “pero sí creo en el amor […], en un camino que podamos recorrer juntos”. Y nosotros, en sus brazos, ya para siempre, con él. Gratia Aeterna.