Beethoven, un siglo (o dos) por delante
El compositor, un claro precursor de la modernidad, marcó en el siglo XIX algunos itinerarios que no se recorrieron hasta el XX, y veremos si en el XXI
18 noviembre, 2020 08:22La figura y la obra de Beethoven producen una sensación tan clara de progreso, de avance en el camino, que todos coinciden en describir su catálogo de composiciones como un viaje que, parte del mundo clásico, construye el romántico, lo recorre hasta dejarlo atrás y termina llegando –a la vez que creando– un universo nuevo. Tradicionalmente, ese viaje se ha simplificado en tres jornadas: los célebres tres estilos o tres maneras de Beethoven: la clásica, la heroica y la tercera o tardía, que no tiene sobrenombre descriptivo, sino solo cronológico, lo que da una idea de lo misterioso que resulta este último estilo. Abundando en la simplificación, se puede decir que a la manera clásica pertenecen, entre otras obras, las dos primeras sinfonías, los dos primeros conciertos para piano y la primera colección de cuartetos. Son obras de aspecto y contenido novedoso, pero que se insertan en la estela de Haydn, Mozart o Clementi.
No ocurre así en las siguientes sinfonías, desde la Heroica hasta la Octava, los tres últimos conciertos para piano, los cinco cuartetos centrales, la única ópera, Fidelio, y la Sonata de violín A Kreutzer, que conforman, con otras, la etapa heroica. Son obras de dimensiones desbordantes y de un dramatismo y poder expresivo nunca oídos hasta entonces. De hecho, algunas de ellas fueron recibidas con recelo. Aún andaban sus coetáneos lidiando con estas novedades y tratando de encaramarse a estas alturas, cuando Beethoven subió un tercer escalón y se instaló en unos oteros asombrosos, lugares de serenidad y vértigo, saturados de luz, desde los que se adivinan los rasgos de una música que sus colegas compositores tardarían un siglo en escribir y el público, algunos decenios más en aceptar. Hablamos de las cinco últimas sonatas para piano, los últimos seis cuartetos de cuerda, la Misa solemne y la Novena sinfonía.
Beethoven se muestra como un creador íntimo, que no busca la universalidad de manera inmediata, sino que la alcanza a base de introspección y aislamiento
Es grande la tentación de calificar a este último Beethoven como moderno o vanguardista, pese al anacronismo con que nos chocan estas palabras aplicadas a los años diez y veinte del siglo XIX. El hecho es que la trascendencia de la figura de Beethoven, comparable solo a la de Bach, hace que su trayectoria se nos aparezca desplegada en dos dimensiones temporales paralelas. Las célebres tres etapas del viaje de Beethoven –o, más bien, el continuo que las abarca– se desarrollan, por una parte, en un tiempo biográfico, que medimos en años. El Beethoven clásico trabaja, aproximadamente, entre 1785 y 1802, con una edad entre los quince y la treintena; el 'heroico', en el decenio siguiente y, el tardío, desde 1813, aproximadamente, hasta su muerte a los 57 años, en 1827. Pero la obra de Beethoven se despliega a la vez en una flecha de tiempo más amplia, de dimensión histórica, que no podemos medir más que en siglos. Beethoven, que nace en el XVIII, en la Alemania de la Ilustración, hace sonar en sus primeras obras los últimos ecos del Antiguo Régimen, reúne en las siguientes toda la vehemencia emocional y la fuerza emancipadora de la revolución, creando una música que define los términos en que se librará la batalla romántica durante todo el siglo XIX y, en sus últimas composiciones, abre un camino sonoro que no será recorrido hasta el siglo XX. No exageraré diciendo que también el XXI, porque aún estamos tratando de saber por dónde va nuestro siglo.
¿Qué hay de moderno en las últimas sonatas y los últimos cuartetos de Beethoven? ¿Por qué llamar a esa música vanguardista y no sencillamente rara? El último Beethoven es moderno por antirromántico: abandona la agitación, la desmesura, la grandiosidad y la expresividad directa en favor de una actitud serena y recogida y de una expresión secundaria, que guarda el botín de la creación tras una celosía de innovación árida, como harán luego muchos músicos modernos. Con ellos comparte, además, un rasgo técnico: la tendencia a recurrir al contrapunto, que culmina con la avasalladora Gran fuga.
Las construcciones sonoras de Anton Webern, que inspirarán, por adhesión o rechazo, a casi todos los compositores del siglo XX, tienen el mismo fundamento contrapuntístico que muchas de las obras tardías de Beethoven. En ellas, se muestra como un creador íntimo, que no busca la universalidad de manera inmediata, sino que la alcanza, como los sabios de la antigüedad, a base de introspección y aislamiento. En eso de subirse a la torre de marfil –más, me temo, que en lo de alcanzar la universalidad– Beethoven fue seguido también por los modernos. Consecuencia de esta actitud creativa es, en ambos casos, la necesidad de una escucha activa por parte del público. La idea de que escuchar música tuviera que ser una experiencia amable, la había quebrado Beethoven ya en sus cuartetos Razumovsky y la abandonó por entero en sus últimas composiciones. ¿Por entero? En realidad, no.
El último beethoven es moderno por antirromántico: deja la agitación y la desmesura en favor de la innovación árida
Hay al menos dos ocasiones en las que el último Beethoven baja de la torre y se codea con sus congéneres. La primera, durante la composición de la Novena sinfonía. Entre innovaciones inimaginables (incluidas la de tomar como asunto para la obra de arte la propia duda del artista al crear y la de romper el principio de abstracción instrumental, propio hasta entonces de las sinfonías), Beethoven escoge como música principal un himno sencillo, fácil de oír y memorizar, y lo trata, además, de manera transparente para el espectador. Esta vez Beethoven apela directamente a todos, a las masas, a los millones de la oda de Schiller. Dos años después, en sus dos últimas composiciones, el Cuarteto opus 135, y la segunda versión del final del Opus 130, Beethoven adopta también un estilo cercano. Nos lo imaginamos girando en su formidable ascensión en espiral, regresando una y otra vez al pasado, aunque viéndolo desde cada vez más arriba. En el último giro, hay una mirada a las formas clásicas y, a la vez, al futuro. Eso mismo, crear futuro mirando a los clásicos, es lo que harán los compositores modernos al poco de establecida la modernidad