Las estadísticas son implacables. Los estudios sobre los compositores más interpretados en las salas de conciertos del mundo entero coinciden en el mismo diagnóstico: Beethoven encabeza invariablemente todos los listados. En los recuentos anuales de la última década presentados por la web Bachtrack, el alemán aparece siempre entre las dos primeras posiciones, inmutable, alternándose con Mozart. En el ámbito específico de las orquestas, su poderío aún resulta más incuestionado, sin resquicio para otras opciones. Los análisis sobre las prácticas de programación en las orquestas norteamericanas publicados por Harry E. Price para el periodo 1982-87 y por James Hielbrun para 1995-2001 proyectan exactamente la misma realidad que los realizados sobre la veintena larga de orquestas españolas por la Fundación Autor (periodo 1997-2002) y por Sánchez Quinteiro (2014-17).

Pese a tener modelos de gestión y de financiación casi opuestos, las orquestas a ambos lados del océano comparten una obsesión por Beethoven sin parangón. Esta asfixia beethoveniana no es, en absoluto, un fenómeno de nuestro tiempo. En un estudio ambicioso sobre la historia de la programación en las orquestas estadounidenses más prestigiosas (Mueller), el de Bonn ya aparecía coronado en la cima de todas las temporadas durante nada menos que siete décadas seguidas, desde 1890 hasta 1970 (excepto una, la de 1942-43, en plena Guerra Mundial). La consecuencia de este férreo predominio en las salas de conciertos es evidente: a más Beethoven, menos diversidad. Como las algas que al proliferar consumen el oxígeno del agua y causan la muerte de plantas y peces, Beethoven produce hipoxia al dejar sin aire los programas para la supervivencia de otros compositores. ¿Alguien espera en este Año Beethoven otro resultado distinto al de un mayor fortalecimiento, si cabe, de esta supremacía? El problema, por supuesto, nada tiene que ver con la grandeza inconmensurable de uno de los genios indiscutibles en la historia de la humanidad. La cuestión es, más bien, de proporciones y equilibrios.

Esta hipertrofia, además de perniciosa, es anómala. Visto con la perspectiva histórica que ofrecen mil años de historia musical, esta situación es extraña por más que ante nuestros ojos tenga todas las trazas de normalidad. Durante siglos, la expectativa de los oyentes fue escuchar la obra de sus contemporáneos o, como mucho, la de una generación anterior. Conforme avanzó el siglo XIX, la noción de que la música del pasado debía recuperarse fue tomando fuerza, en paralelo al surgimiento de los clásicos: autores que por su inigualable maestría debían permanecer en la memoria viva. Con las vanguardias históricas de comienzo del siglo XX se terminó de quebrar esta tendencia secular. La programación de la sala de conciertos se escoró definitivamente hacia el pasado, cada vez más remoto con la eclosión de la música antigua, y la creación actual se fue reduciendo a un gueto del que hoy nadie sabe muy bien cómo sacarla. La comparación con las prácticas de consumo cultural en otras artes como la pintura, la literatura o no digamos el cine, hace más evidente esta anomalía del mundo musical al mostrar convivencias equilibradas entre el canon del pasado y las grandes figuras del presente.

La asociación de Beethoven con el ideal universal de la libertad y la fraternidad obedece a un proceso ideológico de la clase intelectual de Alemania, cuna de la musicología

Además de esta fractura con la música de nuestro tiempo (digamos, por precisar más, los siglos XX y XXI), hay otras dos razones poderosas que explican el predominio beethoveniano. A partir de la revolución musical en la transición del siglo XVIII al XIX, transformadora por completo de los sistemas de producción y consumo de la música anclados desde la Edad Media, el concierto público –tal y como hoy lo conocemos– se asentó como principal espacio social y estético para escuchar música. La corte, la iglesia, el salón e incluso la calle dejaron progresivamente de ser centros relevantes para la escucha de música en vivo, cuyo centro de gravedad se trasladó definitivamente al auditorio. Es, por tanto, natural que el repertorio mejor adaptado a la sala de conciertos, el concebido en origen con esta función, haya acabado acaparando el protagonismo. Esto ayuda a explicar que otros grandes compositores de la historia cuya música no se creó para este espacio estén hoy poco representados o directamente marginados en nuestra vida concertística. Machaut, Dufay, Palestrina, Victoria, Monteverdi, Corelli, Couperin o incluso parte de Haydn son algunos de los nombres que encarnan esta paradoja.

La otra razón tiene que ver con el poderoso proceso de canonización gestado durante el siglo XIX que encumbró a Beethoven como emblema de músico universal, revolucionario y moderno. Ningún otro compositor ha logrado proyectar en la posteridad una imagen tan profunda y penetrante de héroe cultural, un mito que ha dejado un colosal impacto en la música y el pensamiento desde entonces, sin posibilidad a compositores y oyentes de escapar completamente de su sombra, cargada además de connotaciones políticas. Esto explica la asociación del tema musical sobre la Oda a la alegría (texto de Friedrich von Schiller) del movimiento final de su Sinfonía nº 9 con el ideal universal de libertad y fraternidad, hasta convertirlo oficialmente en el himno de la Unión Europea.

Esta imagen fue un proceso ideológico promovido por la clase intelectual de Alemania, cuna de la musicología, acompañado de una masiva difusión de la música beethoveniana a través de la potente industria editorial alemana, lo que permitió la recepción práctica de su música en todo el continente. A las grandes urbes (Londres, París, Berlín y Leipzig) le siguieron pronto la práctica totalidad de ciudades europeas de cierta importancia. En el contexto español, fue la Sociedad de Conciertos de Madrid, creada en 1866 con el fundamental impulso del compositor y erudito Francisco Asenjo Barbieri, el marco institucional que permitió el estreno definitivo y completo de todas sus sinfonías que, hasta hoy, nunca han dejado de interpretarse. Beethoven, junto a media docena más de compositores casi todos sospechosamente austrogermánicos, fueron los grandes beneficiados de esta gran operación cultural de la que hoy todavía somos herederos. El efecto pernicioso de este monopolio se recrudece al extremo en efemérides como la de este año.

Ni el más exquisito plato puede tenerse como único menú. En españa debemos sacudirnos el complejo que ha lastrado la evaluación de nuestro pasado musical, aún marginal

¿Qué podemos hacer ante esta situación? ¿Queremos renunciar a una música tan extraordinaria? Planteada en estos términos, la respuesta parece inevitable: ningún aficionado estará dispuesto a abdicar en la escucha de un repertorio genial tan íntimamente asociado a nuestra vida estética. Pero la cuestión no va tanto de renuncias, como de proporciones. Ni el más exquisito de los platos puede tenerse como único menú para un crecimiento sano. Al menos sería necesario potenciar tres líneas de programación para fomentar un ecosistema más natural en la sala de conciertos. Por un lado, empieza a ser urgente romper con la anomalía enquistada que supone vivir el siglo XXI con la música del largo siglo XIX. Restaurar la situación que siempre fue la tónica –que una sala de conciertos, como ocurre con las de teatro o de cine, se debe nutrir en primera instancia dela creación de su presente– supondría dar cabida proporcionada a la multitud de compositores, repertorios y obras, muchas ya clásicas, compuestas en los últimos cien años, por sugerir una cronología redonda.

Por otro lado, sería una inequívoca señal de madurez colectiva si logramos sacudirnos el complejo que ha lastrado la evaluación de nuestro pasado musical, todavía marginal y reducido a media docena de autores (siendo generosos) en las programaciones al uso. La insólita eclosión de música antigua española protagonizada por intérpretes de aquí confirma que el patrimonio musical hispano tiene méritos suficientes para defender con solvencia un espacio concertístico propio. Los casos de Inglaterra y los países nórdicos, cuya historia de la música no puede decirse que esté rebosante de logros extraordinarios, son estimulantes ejemplos de integración equilibrada entre el canon (casi siempre foráneo) y la tradición propia (en esencia contemporánea, en el caso nórdico).

Por último, el propio formato de conciertos, hoy fosilizado desde su cristalización decimonónica, reclama una actualización en algunas de sus premisas. Nada impide que el ritual establecido siga teniendo perfecto sentido como modelo de escucha eficaz para abordar los repertorios de ese periodo. Pero el consumo de arte debe inexorablemente sintonizarse con los hábitos de cada momento, y haríamos bien en indagar en nuestras salas de conciertos modos de escucha que saquen la música de su dominio puramente sonoro para insertarla, con la ayuda multimedia, en un ámbito que una lo auditivo con lo visual. La música se ve tanto como se escucha. Líneas de programación, en definitiva, que reclaman programadores e intérpretes con iguales dosis de imaginación y conocimiento, y con el punto de arrojo necesario para hacer de la programación musical una herramienta de innovación.

@MiguelAMarinL