Wilhelm Furtwangler
Estamos, como recordaba su amigo John Knittel, ante una suerte de testamento espiritual, la última composición que dirigió, pocas semanas antes de su muerte, en noviembre de 1964. En la densísima partitura, de más de 90 minutos de duración, se contiene el credo vital del músico, angustiado en esos años por los avatares de la guerra. La obra, de complejo entramado contrapuntístico, de estructura cíclica, tiene un poco de todo. Por supuesto, Bruckner -primer crescendo del tiempo final-, pero también Sibelius -tema inicial de ese movimiento de cierre-, Elgar, Rachmaninov, Scriabin, o incluso, en el Scherzo, que recrea un motivo de aire curiosamente hispánico, Shostakovich.
La interpretación es magnífica. Barenboim, que fue presentado a Furtwängler a los 11 años, siente una gran y reconocida admiración por él y se entrega con entusiasmo al desentrañamiento de la partitura y a exponer con unción sus amplias líneas melódicas. La Orquesta de Chicago, de la que justamente el alemán estuvo a punto de ser titular en 1948, es impresionante y suena espléndidamente. La versión, que revela gran respeto, puede codearse con las del mismo creador al frente de Filarmónica de Berlín (1951, Dg) -con la que él mismo nunca estuvo muy de acuerdo-, Filarmónica de Viena (1953, Orfeo) y Radio de Stuttgart (1954, Mediaphon). Y supera a la moderna de 1992 de Alfred Walter con la BBC (Marco Polo).