La soprano muestra algunas de sus limitaciones, como ese canto relativamente legato y el característico timbre gutural, pero a cambio nos ilumina con su encendida entrega y su dramatismo a flor de piel. El tenor, de voz excesivamente lírica para Florestán, deja escuchar su rico colorido y su emisión a la máscara. Solventa sin problemas su difícil aria del segundo acto. Juega con ventaja, es cierto. Encantadora Marzelline de Irmgard Seefried, sólido Rocco de Ludwig Weber, malévolo, aunque algo gastado, Pizarro de Paul Schöfler y plausible Jacquino de Waldemar Kmentt.
Böhm realiza aquí, desde sus presupuestos de gran kapellmeister, uno de sus mejores trabajos discográficos, superior sin duda a todos los que habían tenido que ver previa y posteriormente con esta ópera. Interpretación de texturas claras, de dibujo preciso, equilibrada y concisa, pero dotada de una energía, una intensidad expresiva y una urgencia muy dramáticas. Es admirable el labrado polifónico del Cuarteto en canon del primer acto.