Escena de Billy Budd del Teatro Real. Foto: Javier del Real
Uno de los grandes hitos del bicentenario del Teatro Real será el estreno, el próximo martes, de la ópera Billy Budd, de Britten. Basada en la novela de Herman Melville, será la primera vez que se monte en este escenario. La versión de Deborah Warner estará gobernada en el foso por Ivor Bolton.
Britten muestra una vez más su inventiva para la instrumentación minuciosa, detallista, calibrada al milímetro, y para la consecuente orquestación; para la ideación temática y para la planificación armónica. El colorido resultante es sensacional, caleidoscópico, y proporciona una fluidez insólita a la narración, que crece imparable. La ópera trabaja más o menos soterradamente desde el mismo comienzo, un primer y ondulante motivo que actúa como agente del simbolismo que atraviesa la partitura, que, en lo armónico, está organizada desde la ambigüedad provocada por la constante contraposición entre dos tonalidades enemigas: si menor y si bemol mayor.
Una yuxtaposición que se produce en los momentos críticos del drama y que dará paso al bemol para certificar el triunfo del Bien sobre el Mal, representados por el capitán Vere y el maestro de armas Claggart. En el Epílogo, con el intento de justificación de aquél por no haber actuado en defensa de Billy -a quien se ha condenado por la muerte accidental de Claggart- todo queda en suspenso. Britten dulcifica el carácter del oficial como moderno Pilatos, al tiempo que mantiene el violento, sádico y envidioso de Claggart y acentúa la sordidez de la trama, en la que se mueven pasiones y sentimientos y que aparece rarificada por la larvada y latente homosexualidad del avieso marino y la declarada y nívea de Billy. De nuevo un personaje puro que se enfrenta al entorno inclemente y cruel. Como en Peter Grimes y Albert Herring.
Desde la mente del capitán
Muy buena idea la de Britten y sus colaboradores la de colocar en la memoria de Vere toda la narración: él es quien rememora, al principio y al final, la tortuosa historia, que discurre así entre paréntesis y nos la acerca desde la mente del capitán. Entre los numerosos momentos memorables citemos el final de la segunda escena del segundo acto en el que Vere entra a comunicar, fuera de nuestra vista, al joven gaviero que el tribunal de oficiales ha decidido su muerte. Pavorosos acordes -34 para ser exactos-, de cambiantes colores, con fa mayor como centro, sostienen dramáticamente ese instante crucial.Para levantar en estas anunciadas representaciones -que ofrecen la versión de 1960 en sólo dos actos-, se cuenta con un reparto de notable altura en el que intervienen nada menos que diecisiete voces masculinas, que abastecen los cometidos tan inteligentemente planteados por el compositor y que van del tenor lírico-ligero o lírico al bajo cantante, incluyendo el tiple infantil. Hasta siete cantantes españoles, algunos acreedores de los papeles más comprometidos, como los barítonos Gerardo Bullón o Borja Quiza, aparecen en escena. Los tres papeles principales están encomendados al tenor lírico-ligero, de tan buena pasta, Toby Spence -a quien viéramos ya en el Real hace años en La violación de Lucrecia-, como Vere; al barítono Jacques Imbrallo, de noble lirismo, como Billy; y al bajo Brindley Sherrat, de penumbroso timbre, como Claggart.
Al frente de ese equipo estará un director que conoce bien la partitura y que es el responsable musical del coliseo, el inglés Ivor Bolton. Confiamos en su buena mano y en su sentido del ritmo. Necesitará manejar una paleta de colores muy amplia que descubra ese tejido tan fino y muchas veces camerístico en el que tan hábil era Britten.