Montserrat Caballé interpretando Norma en los años 70
La voz de Montserrat Caballé parecía venir de la nada. Arturo Reverter repasa las virtudes vocales de la intérprete de los más diversos pelajes, de los más opuestos estilos y las más dispares exigencias.
La voz de esta soprano barcelonesa nacida en 1933 parecía venir de la nada, como si no proviniera de un cuerpo concreto, una apreciación comentada por el histórico barítono y maestro de canto Martial Singher. Era la de una lírica pura, carácter que mantuvo durante toda su extensa trayectoria, aunque, lógicamente, fuera adquiriendo más peso y cuerpo paulatinamente. El instrumento, bien plantado gracias a una técnica respiratoria extraordinaria, que le facilitaba el empleo de un fiato legendario, varió poco a lo largo del tiempo. El timbre estaba dotado de unos reflejos de rara sensualidad, de inesperadas irisaciones, de vibraciones misteriosas, que se aplicaban en la búsqueda de matices, de coloraciones inauditas, sorprendentes, que alumbraban con luces insospechadas los pasajes más elevados. Siempre nos asombraron sus eternos filados -allá donde "nace la voz", en expresión de la propia soprano- sus frases en arco, sus messe di voce, la sutileza de sus acentos, el maravilloso y único legato, capaz de unir palabras, fonemas, oraciones con la pureza sonora y la limpidez de un violín, que nos dejaba patidifusos, por ejemplo, en un aria de Parisina d'Este de Donizetti. Por citar uno de los muchos ejemplos posibles.
Se tiene como primer espaldarazo importante de su carrera aquella Lucrezia Borgia de Donizetti del Carnegie Hall neoyorkino, que iba a cantar en concierto Marilyn Horne. Ante su indisposición la soprano española tomó su lugar y cosechó un éxito inenarrable. Es conocido el titular que al día siguiente aparecía en un periódico: "Callas + Tebaldi = Caballé". A partir de ese momento, la consagración en todos los grandes teatros y en los más importantes festivales. La fama y el estudio de nuevos papeles, hasta 80. De los más diversos pelajes, de los más opuestos estilos, de las más dispares exigencias.
La artista era única en el servicio a partes belcantistas de Rossini, como Fiorilla (Il turco in Italia), Elisabetta, Regina d'Inghilterra, Ermione, Semiramide, Madame Cortese (Il viaggio a Reims) y Mathilde (Guillaume Tell); postbelcantistas de Donizetti, así Lucrezia Borgia, Caterina Cornaro, Gemma di Vergy y las tres "Reinas": Elisabetta (Roberto Devereux), Anna Bolena y Maria Stuarda; y de Belllini, sobre todo Norma e Imogene (Il pirata). De la sacerdotisa druida realizaba una soberana interpretación, con la voz fresca, igual, la afinación impoluta y, sobre todo, su gran arma, el pianísimo a flor de labios. Sus intervenciones estaban tocadas de ese aura irreal, de ese milagroso filado que todo y a todos envuelve. Es histórica e inolvidable su versión en el Teatro al aire libre de Orange en 1974: el tiempo se detiene durante un extática Casta diva mientras los ropajes son movidos por el viento. Por supuesto, no nos olvidamos de sus extraordinarios papeles verdianos, Elisabetta de Don Carlo y Aida de manera prticular. Nadie los ha delineado de manera más exquisita; y los discos, como en tantos cometidos arriba consignados, son el mejor ejemplo. Porque Caballé afortunadamente grabó mucho.
El paso de los años, como es lógico, fue haciendo mella en el prodigioso instrumento, que fue perdiendo su característico esmalte y su famosa pureza. La cantante nunca tuvo excesivo cuidado de las notas situadas por debajo de la segunda línea del pentagrama de la clave de sol. De ahí que los graves, nunca bien resueltos por excesivo apoyo y frecuentemente abiertos, se fueran desgarrando feamente de manera paulatina ante la falta de cuidado y de control. Con el tiempo, también, la línea de canto se fue alargando y surgieron los lógicos amaneramientos. Caballé filaba casi todo, viniera o no a cuento, con lo que desdibujaba veces la expresión natural y oscurecía la pronunciación. Pero de ella nos quedará siempre aquello que la hizo grande: su refinado belcantismo.