Hace unos días hablábamos del acontecimiento que suponía que, en las postrimerías de la temporada y con la pandemia todavía aleteando, el Teatro Real se atreviera a mantener en cartel La traviata. Y ha afrontado el envite con valentía y con las lógicas prevenciones sanitarias colocando en el cartellone el emblemático título de Verdi, uno de los más frecuentados por este y todos los teatros del universo mundo. El Real ha tomado la delantera a la mayoría, por no decir todos, los coliseos, que se han tanteado las ropas antes de lanzarse a la piscina.
Por lo que pudimos ver ayer, día del estreno, todo o, por mejor decir, casi todo, estaba controlado y rodeado de las máximas precauciones, empezando por el distanciamiento entre los espectadores, algo más de 800, que ocupaban aproximadamente el 50 por ciento del aforo. Aunque esta precaución quizá no se daba en todos los casos. Por lo demás, aceptadas las limitaciones, la noche transcurrió bonancible en orden a la interpretación general presidida por la sensible y experta dirección musical de Nicola Luisotti, que es Principal Invitado del Teatro. La batuta, flexible y muelle, el mando, firme sin rigideces, hizo sonar a la Sinfónica de Madrid con calidad, aunque no siempre el empaste fuera reconocible y no en todos los casos percibiéramos el latigazo dramático del tempo-ritmo verdiano. Hubo algún que otro no grave desajuste, sobre todo en el primer acto. Hay que tener en cuenta que los músicos, instalados en el foso de mayor tamaño, estaban muy separados entre sí. Algunos, si su instrumento se lo permitía, con mascarilla.
No fue una noche mágica, no podía serlo considerando las circunstancias. A las que hubo de someterse también, como es lógico, la semiescenificación de Leo Castaldi, que hubo de improvisar y olvidarse de la minimalista y simbólica puesta en escena prevista, la tan celebrada de Willy Decker. Los cantantes, siempre separados entre sí, se basaban en gestos un tanto hiperbólicos y definitorios, redundantes pero al fin y a la postre expresivos, que trataban de subrayar y vestir a una música que es muchas veces sublime y que a veces no necesita ningún tipo de ropaje. Coro a la 'griega', cuatro o cinco muebles —una mesa, dos sillones, una cama, unas sillas, una mesa de juego…—, luces cenitales bien manejadas, vestuario neutro, de mediados del XX más o menos, proveniente de los almacenes del teatro.
Y, naturalmente, las voces. En el primer reparto hubo un poco de todo. Si nos atenemos a la calidad del canto, a la expresión, a la línea, quizá habría que destacar al barítono polaco Artur Rucinski, que ya diera pruebas de su nivel en pasadas actuaciones en el mismo coliseo como Enrico de Lucia di Lammermoor y Conde de Luna de Trovador. La voz, lírica, bien esmaltada, homogénea, fácil en el agudo y en la matización, no es grande pero corre bien. Abusa en ocasiones de la frase algo amanerada, de la elongación porque sí y del portamento. Cantó bien Di Provenza y recibió el más sonoro aplauso de la noche. Le falta algo de empaque para dar cuerpo a un Germont creíble en lo teatral.
Marina Rebeka es una soprano lírica de amplio aliento, de timbre penetrante y más bien claro, muy audible, de emisión firme y corrección expresiva suficiente, aunque en ningún momento nos llegara a emocionar de verdad. Puede que, pese a su buen método de canto, no nos llegue del todo la coloración poco sensual del instrumento. Pasó apuros en la zona más aguda de los prolegómenos de la cabaletta Sempre libera!, que no remató (mejor así) con el habitual Mi 5 que, después de todo, no está escrito por Verdi. Hizo frases muy meritorias en el gran dúo con Germont. Al lado de ellos palideció en exceso el tenor Michael Fabiano, un lírico de agradable color… en la primera octava. En la segunda pierde brillo, abre el sonido en demasía y emite de manera esforzada, próxima al grito. Aún así, dibujó alguna frase aceptable y aplicó falsetes, antes que medias voces autenticas, expresivos.
Hemos de aplaudir la inclusión, bien que en papeles secundarios, de un buen equipo de voces españolas capitaneadas por dos buenas mezzosopranos líricas: Sandra Ferrández (Flora) y Marifé Nogales (Annina).