Han pasado solo tres temporadas y el Liceo se asoma de nuevo al abismo, en cierto modo insondable, de la “ópera de óperas” (Kierkegaard), ese sorprendente dramma giocoso que es el Don Giovanni de Mozart, en donde se establece lo que podríamos llamar una perenne contradicción entre la letra y el espíritu. Una ambigüedad que siempre ha dado carta de naturaleza al gran arte, dotado de múltiples caras.
No hay duda de que esa ambigüedad se deriva del Allegro conclusivo, de ese estrambote que, tras el descenso a los infiernos, nos trae la moraleja de la obra y que durante muchos años, a lo largo de los siglos XIX y XX, se eliminó de las representaciones. Erróneamente, según muchos estudiosos. Stephan Kunze (Las óperas de Mozart, Alianza) es terminante al respecto al manifestar que la conclusión es la típica de la obra cuyos personajes se alzan sobre su destino individual y adoptan el punto de vista de la distancia contemplativa frente a lo que ha sucedido.
A lo largo de dos extensos actos y treinta y cinco escenas se consiguió imprimir a la doble acción un ritmo galopante que discurre por una enorme diversidad de escenarios sin prácticamente interludios musicales. Las continuas apariciones y desapariciones del protagonista, los efectos que causa en los demás personajes, el fatalismo que todo lo envuelve, establecen una atmósfera angustiosa, opresiva por encima (o por debajo) del mencionado esquema de consabida ópera tradicional a la napolitana, que estaba en el planteamiento inicial y que se respeta.
Mozart demostró que era una esponja al alternar ingredientes de la tragedia lírica francesa y de fórmulas de Gluck
Una apuesta de gran modernidad para la época, en la que el amor, en sus más diversas formas —en sentido distinto al que envuelve Las bodas de Fígaro—, ocupa un papel muy relevante y en la que se aciertan a ver o entrever factores premonitorios de un romanticismo en ciernes. La calidad compositiva de Mozart, una auténtica esponja, se aprecia en esa repetida combinación, en definitiva verdadera síntesis, de elementos bufos y serios; pero también en la presencia de la tragedia lírica francesa (Lully, Rameau), del vaudeville u ópera cómica y, particularmente, de las poderosas concepciones clásicas del gran revolucionario de los modos y las estructuras tradicionales: Gluck.
Ya avanzamos lo promisorio del montaje del siempre inteligente y agudo Christof Loy proveniente de la Ópera de Frankfurt. El regista alemán se sumerge en el drama desde perspectivas bien distintas a las que planteaba la mirada de Kasper Holten en 2017 y alejadas también de las que apuntaba en Berlín y en Salzburgo Claus Guth, cuya visión será exhibida dentro de unas semanas en el Real. Al mando musical el siempre eficaz y riguroso, amigo de la claridad y de la proporción, estudioso de los estilos, Josep Pons, titular del teatro, que ya estuviera en el foso en la producción del 2017.
Voces prometedoras
Christopher Maltman —que aparece también en el Real— será un lírico y convincente Don; Miah Persson, soprano lírica temperamental y de bellos reflejos, Donna Anna; la espirituosa soprano anchamente lírica Véronique Gens, que ya cantó la parte en el teatro barcelonés, será la despechada dama burgalesa; Luca Pisaroni, bajo cantante camaleónico, encarnará una vez más a Leporello; la núbil y premiada soprano lírico-ligera Leonor Bonilla vestirá a la inquieta y curiosa Zerlina. El delicado tenor lírico-ligero Ben Bliss, premiado en el Concurso Viñas en 2015, cantará Ottavio; el resonante bajo Adam Palka dará voz al Commendatore. Y Masetto estará en la voz del prometedor barítono lírico Josep-Ramon Olivé.