Llevaba tiempo en un segundo plano Teresa Berganza, lumbrera lírica de nuestro país. Sabía que la muerte andaba cerca y ya no quería focos ni micrófonos. Tampoco biografías ni memorias en las que ensalzar afinidades pero también saldar cuentas con determinadas personas por las que no sentía particular simpatía. Por ejemplo, por Karajan, que le dijo que su voz no funcionaba cuando iba a debutar en la Ópera de Viena. “Le contesté, educadamente, que el que no funcionaba era él”. ¡Toma ya! Menudo zasca al tótem intocable, al que nadie tosía, que cuando entraba en una sala de ensayo los músicos se cuadraban. Desde luego, carácter tenía. Berganza, nos referimos.
Pero Berganza optó por la discreción. Y dentro de esa burbuja elegante, de diva que no pierde los papeles ni por el éxito ni por la senectud, ni por nada en realidad, ha fallecido a los 89 años, según han confirmado fuentes familiares. Con ella, desaparece una página gloriosa de la historia de la zarzuela y la ópera en nuestro país.
Nacida en Madrid en 1933 (durante muchos años se pensó que había nacido en el 35, así lo recogía hasta el diccionario de música de Oxford), Berganza mostró sus dotes vocales por todos los grandes templos líricos del mundo. Campeó, con su desparjajo castizo, en la Scala de Milán, la Ópera de Viena, el Covent Garden de Londres o el Metropolitan de Nueva York a lo largo de una fructífera carrera de más de 50 años.
Desde luego, su formación musical era muy sólida. Antes de elegir el canto como su principal instrumento, de joven estudió piano, armonía, música de cámara, composición, órgano y violonchelo. Su profesora principal en sus años primeros de formación fue Lola Rodríguez de Aragón, que supo detectar rápido su gran potencial. En 1955 obtuvo el premio de canto del Conservatorio de Madrid. Su debut en los teatros de ópera tuvo lugar en Aix en Provence en 1957, como Dorabella en Cosí fan tutte, de Mozart, uno de sus compositores de cabecera. También despuntó como el paje Cherubino de Las bodas de Fígaro en 1958 en Glyndebourne, y después interpretaría el mismo papel durante décadas.
En sus años de juventud fue habitual su presencia en los estudios de grabación. Columbia lanzó al mercado una serie de zarzuelas presididas en buena parte de los casos por la batuta de Ataúlfo Argenta y protagonizadas por jóvenes voces. Su espectro canoro era amplio. Eso le permitió, a pesar de ser mezzosoprano, desempeñar cometidos propios de una soprano.
Con Claudio Abbado como aliado, protagonizó en 1973 en la Scala uno de los hitos más elevados de su carrera, metida en la piel de Isabella, de La italiana en Argel de Rossini, otro de sus compositores predilectos. Un papel concebido en origen para una soprano pero interpretado a menudo por mezzos líricas. También brilló particularmente encarnando a Angelina de La Cenerentola y a Rosina de El Barbero de Sevilla. Aunque ella reconocía a El Cultural que el papel que le cambió su manera de ver el mundo fue el de la Carmen de Bizet. “Porque descubrí a la mujer libre y dueña de sus actos”. Eso sí, la que consideraba “su ópera” era Las bodas de Fígaro, que fue la que más veces cantó, generando en torno a ella hordas de admiradores.
Desarrolló asimismo una importante actividad docente en sus últimos años, Berganza fue profesora titular de la Cátedra de la Escuela Superior de Música Reina Sofía y dio multitud de clases magistrales También dirigió el primer taller lírico del Teatro de la Zarzuela y era Premio Nacional de Música y miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Perseverante embajadora
También tejió alianzas ‘diplomáticas’ para expandir el patrimonio lírico español, como la que la unió a la estadounidense Universidad de Saint Louis. Junto a esta institución, puso en marcha festivales para reivindicar la canción española, que ella situaba a la altura de Schubert o Brahms. Hablaba de figuras como Jesús García Leoz, Xavier Montsalvatge y Jesús Guridi. Fue sin duda una embajadora eficaz y perseverante.
"He tenido una vida plena. He hecho lo que me he propuesto. Sé que la muerte anda cerca, y lo tengo completamente asumido. No quiero ningún tipo de parafernalia, ni salir en ningún lado. Quiero dejar de ser Teresa Berganza con el mismo comedimiento con que empecé". Es lo que nos decía la mezzosoprano madrileña poco después de retirarse de los escenarios, hace más de una década. Con la sensación de haber cumplido. Sin espinitas clavadas por las que dolerse. Bueno, si exceptuamos el hecho de no haber sido una chica Almodóvar, que era una posibilidad que le resultaba muy atractiva. Y a fe que tenía el carácter y la heterodoxia necesaria para sumarse a la nómina femenina del director manchego.
Berganza fue consecuente cuando le llegó la hora de bajarse del escenario. No quiso bajar el listón, que siempre se lo puso muy alto, y, coherente con esa autoexigencia, cuando notó que algunas notas se le resistían, dejó de lucir en público sus dotes canoras. Pero no dejaron de lloverle homenajes y distinciones, como la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes o la gala de homenaje que le dedicó el Teatro Real en 2013 con motivo de su 80.º cumpleaños. También fue ungida como el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Muy merecidos todos. Hoy le brindamos una última ovación cerrada. ¡Bravísima!