100 años de la muerte de Giacomo Puccini, el mago inconformista
- Discutido y coronado a la postre, no pasa un día sin que en algún teatro se represente una ópera suya.
- Más información: El 'Tríptico' de Puccini, oscuro y delirante a la vez, se escenifica en Bilbao
El estreno de su última ópera, Turandot, que al morir había dejado inconclusa, fue un sonado acontecimiento y la aclamación de todos fue tan grande y reverencial como se esperaba, pero el desconcierto de buena parte del público y la crítica, que había acudido a La Scala como a un santuario, fue considerable, algo que ya había ocurrido muchas veces en estrenos anteriores. “Turandot non esiste, non esiste!”, cantan y repiten las tres máscaras en el primer acto, y sirve hoy de metáfora para reflejar el espejismo que se vivió entonces.
Hay en la protagonista y en la propia ópera una deliberada irrealidad: la princesa transmite una desconcertante imagen de hielo y fiereza a la vez, vemos apariciones fantasmales, escuchamos sonidos y cantos fuera de escena y la acción se desarrolla “en la época de las fábulas”, leemos al inicio del libreto reforzando su dimensión casi onírica. La mayoría de los críticos no sabía qué dirección tomar y los pocos que en lugar de escapar con generalidades escribieron sobre lo visto y escuchado coincidían en señalar la inexpresividad de la protagonista, más semejante a una máquina temible que a un ser humano.
Su gran aria, In questa Reggia, tan inquietante y ardua, tampoco debió de ayudar a que conquistara a la primera el corazón de los asistentes frente a las encomendadas a su antagonista, el misterioso príncipe Calàf: Non piangere, Liù, tan conmovedora, y sobre todo Nessun dorma, que inicia el tercer acto y preludia, como un canto del cisne, la frontera de lo que Puccini alcanzó a componer antes de morir.
Aquel día de la primavera de 1926, con Arturo Toscanini al frente y Rosa Raisa y Miguel Fleta en los papeles principales, quería ser un acto de reconocimiento en toda regla al compositor, tantas veces discutido y criticado en vida. Demasiado pronto había caído sobre él la consideración de sucesor de Verdi en el altar de la música italiana y eso le granjeó, además de envidias, el juicio continuo, la exigencia de estar siempre a la altura de las expectativas.
Madama Butterfly, su primera ópera exótica, fue en su estreno un sonado fracaso, probablemente orquestado por sus detractores. La despreocupada universalidad de muchos de los temas que Puccini elegía para sus creaciones no era nueva en la escena italiana pero se utilizaba ahora en su contra; tampoco era, en realidad, algo nuevo en él, que ya había mostrado su atracción por acercarse al aroma musical y el ambiente de lugares y épocas muy distantes.
La bohème transcurría en el barrio latino de París a mediados del siglo XIX, Tosca en la Roma papal de 1800 durante el conflicto entre realistas y republicanos, Madama Butterfly en Nagasaki a finales del siglo XIX, y vendrán La fanciulla del West, que se sitúa en el lejano Oeste americano durante la fiebre del oro, Suor Angelica, en un convento cerca de Siena en el siglo XVIII, Gianni Schicchi, en la Florencia del siglo XIII o, en fin, Turandot en Pekín en un pasado remoto.
Su música tampoco parecía clasificable: conservadora y audaz, con elementos de aquí y de allá… En realidad eran creaciones cosmopolitas de un autor desinhibido, con una habilidad admirable para sintetizar recursos muy diversos y una irresistible musicalidad. Lo mismo podemos decir de su creatividad e inventiva como dramaturgo, anticipando procedimientos que más adelante veremos utilizar en el cine.
Fue Manon Lescaut la ópera que le abrió la puerta al gran repertorio, su éxito más espontáneo y auténtico
Su admiración por Debussy, Stravinski, Richard Strauss, incluso Schoenberg y sobre todo por Wagner, cristalizará en eficaces fórmulas de orquestación, estructura narrativa, soluciones armónicas, una inteligente disposición de los clímax sonoros y, de manera más general, en la búsqueda de la continuidad del discurso musical, que, es verdad, rompe a su conveniencia para colocar sus esperadas arias, pero en momentos muy contados. El recurso, tan pucciniano, de anticipar o prolongar la línea del canto con pasajes exclusivamente instrumentales es una brillante solución al dilema, capaz además de crear un efecto dramático muy poderoso.
Puccini había nacido en el seno de una familia de músicos al servicio durante generaciones de la catedral de Lucca. Así empieza él, como organista y maestro de coro, pero romperá con esa tradición, amplía sus estudios en el Conservatorio de Milán y prueba fortuna en el mundo de la ópera presentando una composición al certamen de la editorial Sonzogno en 1883.
No recibió ni premio ni mención, pero gracias a Ferdinando Fontana, su libretista, y a Giulio Ricordi, el gran editor, que supo ver su talento, consiguió que se estrenara al año siguiente en el Teatro Dal Verme; fue un éxito y, reestructurada y con el título definitivo de Le Villi, se representó en varias ciudades los años que siguieron.
Una nueva ópera, Edgar, repitiendo colaboración con Fontana, se estrenó en La Scala, esta vez con muy fría acogida. Fue Manon Lescaut, su tercera ópera, primera con Illica y Giacosa como libretistas, la que abrió la puerta de entrada al gran repertorio; la noche de su estreno, en el Teatro Regio de Turín, los artistas tuvieron que salir en más de treinta ocasiones al escenario para corresponder a los aplausos. Fue el éxito más espontáneo y probablemente el más auténtico de toda su carrera. Sus nuevas creaciones ya nunca pasaron desapercibidas. Su vida tampoco.
Su presencia en España fue temprana y breve. El Teatro Real puede presumir de ser junto con el Comunale de Trieste –que entonces pertenecía al Imperio austrohúngaro– donde inició su carrera internacional; aquí contó con tres representaciones de su segunda ópera, Edgar, en marzo de 1892. Puccini viajó a Madrid y permaneció un mes supervisando los ensayos. Fue su única visita de trabajo, pero no su única mirada.
Lo advertimos en dos de los proyectos que en algún momento inició y no llegaron a buen puerto, abandonados en un estado de trabajo más o menos avanzado: hay planes frustrados sobre obras de Gorki, Wilde, Anatole France, Dickens, en varias ocasiones D’Anunzio... Y entre ellos una adaptación de La femme et le pantin de Pierre Louÿs que se habría titulado Conchita, con marcadas similitudes con la Carmen de Mérimée, y otro, Anima allegra, con libreto de Giuseppe Adami sobre la comedia El genio alegre, de los hermanos Álvarez Quintero.
Las críticas no parecían darle tregua, tachándolo unas veces de compositor “internacional” y otras de “sentimental” y “popular”
Amante de la caza, de las lanchas a motor, de los automóviles…, fue multado alguna vez por exceso de velocidad y víctima también de un accidente aparatoso que le costó la fractura de una pierna. Tuvo coches de muchas marcas y modelos a lo largo de su vida. Un Lancia Lambda de 1924 fue el último; con él se trasladó a la estación de ferrocarril de Pisa a emprender viaje a Bruselas.
Iba por consejo médico para tratarse un tumor en la garganta en el Institut du Radium; allí se sometió a una operación quirúrgica el 24 de noviembre, inicialmente con buen pronóstico, pero por problemas sobrevenidos a causa de la intervención cinco días después falleció.
Sus últimas óperas se estrenaron fuera de Italia: Montecarlo acogió el de La rondine en 1917 y Nueva York los de La fanciulla del West en 1910 e Il Trittico en 1918. ¿Tuvo que ver en ello el fracaso de Madama Butterfly en Milán? La realidad es que entre los suyos las críticas no parecían darle tregua, tachándolo unas veces de compositor “internacional”, pecado grave para los más nacionalistas, otras de compositor “sentimental” y “popular”, desde el más puro elitismo, otros tildaban sus obras de pastiches…
Pero la historia ha sido generosa con él. Llegamos a este centenario con numerosas producciones en cartel en los teatros y en plataformas de televisión, donde las puestas en escena y los documentales se cuentan por docenas, de igual modo que en las fonotecas las grabaciones discográficas, desde un aria de Manon Lescaut recogida en la voz de Oreste Mieli en 1902 –la primera de la que hay noticia– hasta hoy, suman varios centenares.
En libros el panorama internacional es extenso, y en España están en catálogo, entre otros, el magnífico estudio de Julian Budden Puccini. Su vida y sus obras (Akal, 2020), el más específico y muy destacable Giacomo Puccini y la dramaturgia omnipresente, coordinado por Gabriel Menéndez Torrellas y Pablo Gutiérrez Carreras (CEU, 2019), y se han publicado este año Puccini y España. Visi d'arte, vissi d'amore de Isabel Rosal Moral (Serendipia) y la traducción de El “problema” Puccini, de Alexandra Wilson (Acantilado).
Giacomo Puccini forma ya parte de nosotros. En cualquier encuesta, seria o informal, entre los aficionados a la ópera aparecen siempre tres o cuatro títulos suyos en el grupo de los favoritos, los divos han encontrado en sus arias un precioso campo de batalla y no pocas de ellas son hoy parte de nuestra cultura colectiva. Nessun dorma, Un bel dì vedremo, Che gelida manina, E lucevan le stelle, O mio babbino caro... Al mencionarlas puede que no sepamos emparejar todas ellas con la obra a la que pertenecen, pero no hace falta: su música, unos compases al menos y unos versos, aflorará enseguida querámoslo o no en nuestra cabeza.
Isabel Rosal Moral estudia en este libro editado por Serendipia la recepción en España de la figura y las óperas del maestro italiano a la luz de las interrelaciones sociales y culturales entre los dos países. La escena teatral patria, los estrenos y difusión de sus óperas, algunas voces españolas que jugaron un papel relevante en ellas, los proyectos puccinianos con aroma español y hasta las parodias sobre sus éxitos, prueba de la popularidad que alcanzó entre nosotros, conforman el contenido de este esmerado trabajo