Sumario: Lo mejor del año

"La elección de Ernesto Caballero como director del CDN fue una sorpresa. Él dijo entonces: 'No vengo del teatro off, vengo del teatro ¡uff!'. Todos le entendimos"

El 2010 terminó con la epidemia de impagos empezando a devorar la economía de las compañías teatrales, como aquel águila que se zampaba a picotazos el hígado del pobre Prometeo. 2011 demostró enseguida que la cosa iba para largo y era aún más grave de lo que creíamos, y hasta el momento no ha aparecido ningún Heracles dispuesto a abatir al feroz pajarraco. Aunque acaso sería más justo hablar de buitres: no en vano uno de los grandes temas del año ha sido el escándalo SGAE, que explotó en pleno verano para mezquina satisfacción de algunos comunicólogos a medio desasnar, incapaces de comprender que los primeros perjudicados en este episodio hemos sido los propios autores.



Por su parte, en Mérida, Blanca Portillo, que había hecho lo imposible por devolverle la dignidad a un festival en decadencia, tuvo que tirar la toalla ante las cuentas más que, ejem, ejem, dudosas del patronato. Dado que en este país vamos a chanchullo por día desde hace muchos años y que nadie devuelve nunca un céntimo no es de extrañar que nuestra crisis sea más grave que la de otras naciones.



Como además tocaban elecciones, apaga y vámonos: sabido es que en España unos comicios constituyen la excusa perfecta para poner en cuarentena cualquier toma de decisión, y más si ésta afecta a la cultura. Si a todo ello le añadimos que durante el año nos abandonaron actores muy queridos tanto por el público como por los profesionales, como Paco Maestre, la grandiosa María Jesús Valdés o el inolvidable Walter Vidarte, o que tuvimos una buena ración de esperpento, (y no lo digo por el Luces de Bohemia de Oriol Broggi, sino por aquel mengano que denunció al musical Hair porque los hippies de la obra fumaban…), la impresión es francamente devastadora.



Pero quien piense así es que no sabe que el teatro sobrevive en el fuego, como las salamandras. Porque, pese a todo, se puede hablar sin ambages de una excelente añada: montajes tan atractivos como Rudiggore, de Egos Teatro, La avería, con la Portillo como directora o Veraneantes, de Miguel del Arco; estrenos de autores jóvenes como José Manuel Mora (la conmovedora Mi alma en otra parte), Lucía Vilanova (Münchaussen), Pablo Messiez (Los ojos), Darío Facal (La vida imaginaria de Bonnie & Cyde) o Alfredo Sanzol (En la Luna); veteranos como Antonio Álamo (Veinticinco años menos un día), Paloma Pedrero (En la otra habitación), Jordi Galcerán (Burundanga: ¡una comedia sobre ETA!) o José Ramón Fernández (La ventana de Chigrynski). Fernández, además, recibió un merecidísimo Premio Nacional de Literatura Dramática.



Aunque el espectáculo que mejor ha resumido este año de locos fue Pacto de estado, escrito y dirigido por Pilar G. Almansa. Demostración de que cuando hay talento los medios se vuelven secundarios, la obra ponía en escena, con tres actores en estado de gracia y un humor valiente y perspicaz, lo mejor de eso que se ha dado en llamar el pensamiento 15-M, la denuncia de la corrupción política y del debilitamiento de los mecanismos democráticos. Como además el texto se iba poniendo al día con la actualidad, la función variaba constantemente para deleite del espectador que decidía repetir.



Hacia el final del año se dilucidó uno de los enigmas que más intrigaban a los teatreros: quién se haría cargo del CDN y de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La elección, respectivamente, de Ernesto Caballero y Helena Pimenta, constituyó, si no una sorpresa (ambas candidaturas eran conocidas) sí una excelente noticia. "No vengo del teatro off", había declarado unos días antes Caballero, "vengo del teatro ¡uff!". Creo que todos le entendimos enseguida.