Cat Power en el Primavera Sound.

Cat Power, es decir Chan Marshall, una de las principales damas del indie norteamericano, actuará en formato solo la próxima semana en Barcelona (13), Cartagena (15) y Madrid (16). Será una nueva oportunidad de ver a la cantautora con voz de herrumbre y miel vencer sus miedos mediante un ejercicio intransferible de libertad y arte sobre el escenario.

La información sobre la extensión de la gira europea (quince fechas en un recorrido desde Aarhus, Dinamarca, a Estambul, Turquía), y el formato de la misma, nos da pistas de que Marshall parece llegar en plena forma y con confianza en sí misma. Y esto es lo más importante tratándose de una artista dotada de una voz de oro (o esa mezcla perfecta de metal poderoso, vieja herrumbre y dulce miel) y un repertorio, pese a los altibajos, capaz de hacer frente a casi cualquier compositor anglosajón de su quinta, pero que acostumbra a caminar por el filo más peligroso de la música en directo.



Y es que, a estas alturas, pocas de las personas que piensen acudir a sus conciertos ignorarán lo imprevisible y único que puede resultar ver a una de las principales damas del indie norteamericano enfrentarse a sus canciones sobre un escenario. Como acaso tampoco desconocerán los problemas de salud y financieros que ha atravesado últimamente. Pero, aunque el receloso que vive dentro de uno se asome a la Red en busca de posibles malas noticias, sólo confirma que esta vez a Chan Marshall le impulsa una corriente positiva. Aunque los ecos de su último disco, Sun (2012), ya se extinguen, en los últimos meses ha tocado mucho (en el pasado FIB, por ejemplo) y ha colaborado con J. Mascis, Tinariwen y hasta con Coldplay. Y es cierto que a principios de octubre canceló un par de conciertos por problemas de salud (Boston y Toronto), pero parece que se trató de algo leve y que está haciéndolo soberbiamente, ofreciendo recitales de dos horas en los que cuando más ha brillado ha sido al quedarse sola sobre el escenario. Da buena espina leer las crónicas de cómo acabó el concierto de Vancouver, el 2 de octubre. Al parecer, tras más de media hora extra tocando ya sin su banda culminada con ese casi irreconocible (I Can't Get No) Satisfaction que le ha birlado a los Stones, dedicó quince minutos a contar una anécdota de su vida (algo sobre su hermana enseñándole a robar pequeñeces cuando ella tenía cuatro años y sobre jabones de hotel que conectó con cuando estuvo arruinada en París y escribió una canción acerca de desear frambuesas y cigarrillos), antes de atacar con una carcajada la última canción de la noche, dejando al ya escaso público anonadado y risueño ante una experiencia inolvidable.



Chan Marshall nació en Atlanta en 1972 y tuvo una infancia errante por Georgia, Carolina del Norte y Tennessee con la ausencia de un padre músico de blues desconocido que abandonó a la familia antes de que ella naciera y la presencia de su madre y su abuela, ambas muy cantarinas. "Amo el sur de EE.UU", dijo en una amplia entrevista con Amanda Petrusich para Pitchfork: "De niña conocía la hierba y el viento. Eso estaba muy claro". La música, de hecho, es en el caso de Marshall un flujo natural, como esa hierba y viento o el agua de los ríos, tan de dominio público como las abundantes versiones que ha incorporado a su repertorio. Algo que se posa sobre la voz o sobre los dedos que aporrean o acarician una guitarra eléctrica o un piano. Hay cierto aspecto de ciclo de vida y muerte, cierta forma de acabamiento siempre presente en su mundo. Está en las letras y en las melodías pero sobre todo en su vida como intérprete en directo, cuando la canción se convierte en un crucifijo ante el vampiro chupavidas, el exterminador, la guadaña segadora. Sí, la música no parece cualquier cosa para Marshall, no es sólo un trabajo, ni siquiera un oficio, y ni de lejos es una forma de lanzar mensajes a los demás, aunque a veces lo parezca. Más bien se ve como una última admonición hacia sí misma a fin de seguir adelante, como un salvavidas en torno al cuello, algo que incomoda pero te mantiene a flote en el naufragio.



Cuando uno ha vivido la clase de confrontación, de disturbio, que es un concierto al uso de Cat Power, no hace falta contarle mucho más. Hay días de desastre, claro, espantadas, noches malas donde todo es un error, en que la locura de la manía y la procesión de fantasmas que le rondan por dentro parecen inmiscuirse en el ejercicio de catarsis mediante la canción. También, aunque son raras, hay ocasiones (como en la sala Joy Eslava de Madrid en 2007) en que todo parece un concierto ordinario para cualquier artista: deleitable, ordenado, profesional..., el tipo de cosa por la que solemos pagar la entrada con gusto. Pero si todo va bien, verdaderamente bien... ah, ¡menuda noche! Entonces el público asistirá al levantamiento tembloroso pero triunfante de un castillo de arena siempre amenazado por el ir y venir de unas olas que también crecerán a medida que se acercan, acechando y rugiendo alrededor. Verán que la arena asciende en altura y coge la forma de un palacio pero sus granos parecerán desmoronarse casi con cada verso que salga de esa garganta, con cada aliento impulsado por los pulmones de Marshall en algún monólogo, con cada acorde y disrupción. Y al final la intérprete conseguirá lo que busca en su trance y rito: que el mundo gire por un rato alrededor de su alma, que el escenario se convierta en el salón de su casa y el público en sus amigos más queridos. "Me he pasado la vida tratando de que la gente me conozca y no sé si lo he hecho demasiado bien", le dijo a Xavi Sancho (El País) en una entrevista en Ámsterdam, en 2012.



Lo que Marshall consigue en tales noches sobre el escenario, cuando vence al miedo haciendo de su libertad un arma, se parece un poco a lo que cuentan de Nina Simone o de Camarón de la Isla: una extraña y plena intimidad ante el desconocido. Cierta unidad irresponsable, evangélica y mágica.