Lolita en La plaza del diamante. Foto: Segio Parra

Especial: Lo mejor del año

"Al teatro no hay quien lo mate", nos aseguraba José Luis Gómez poco antes de irrumpir con sus cómicos en la RAE. Buena prueba es la oferta escénica desplegada en la cartelera. Talento, ingenio (artístico y financiero) y tenacidad: son los puntales que lo mantienen en pie en mitad de una tormenta perfecta, agravada por el 21% de IVA, una bola de plomo engrilletada al tobillo del sector. Hasta a los más taquilleros les sangran los balances. La genialidad y el tirón popular de Miguel del Arco no le ha librado de caminar sobre el alambre. Pero sigue sin caerse. Su figura, por el contrario, cada vez toma más vuelo. Magnífica su revisión del Misántropo de Molière. Dejó claro una vez más que para adentrarse en los dilemas morales del ser humano no es necesario incurrir en monsergas. Excelente (y necesario) también El triángulo azul. Fue duro descender al infierno de Mauthaussen pero mereció la pena conocer la historia de los españoles estabulados en el campo de concentración nazi.



¿Y qué decir de la Portillo? Menudo trallazo interpretativo el suyo en El testamento de María, la (¿herética?) pieza hilvanada por Colm Tóibín. Vimos muchos más monólogos, muy buenos. El género se adapta bien a la carestía imperante. Lolita bordó La plaza del Diamante (Rodoreda), Rellán también estuvo superior en Novecento (Baricco). Con tino programador, se repusieron además La violación de Lucrecia (Nuria Espert), Un trozo invisible de este mundo (Botto) y Confesiones a Alá (soberbia María Hervás). Este último lo rescató el hiperactivo Lara, que está cumpliendo una labor esencial: prolongar la vida de valiosos montajes. Los producidos con dinero público claman por una segunda oportunidad, segada por la excesiva burocracia y la carencia de giras.



Otro déficit estructural que no remite es la escasa internacionalización. Apenas existen iniciativas sólidas para abrir fronteras a nuestra creación escénica. Las pocas que sobreviven, incluido el Festival de Teatro Español de Londres, están a punto de besar la lona. Como lo hizo, en el prolífico vivero off, el Sol de York. Y la Guindalera, estandarte del slow theater, abandona la producción para subsistir como escuela. Al teatro, cierto, no hay quien lo mate. Pero sí hay quien lo muera. No hay un ejecutor único pero sí un cúmulo de factores (no sólo ecónomicos, claro) que lo están abocando a la inanición.