Para cualquier bailarín, pensar en Maya Plisétskaya es rendirse ante una personalidad arrolladora e indestructible. Independientemente de los ballets que interpretara, Maya sorprendía siempre por su peculiar forma de utilizar la música -con unos acentos vivos, marcados, que te hacían creer que su salto se paraba en el aire- y su personalísima manera de entender y de afrontar las protagonistas de los ballets de repertorio, a las que liberaba de ñoñerías y afectaciones; por ejemplo su Odile -el cisne negro de El lago de los cisnes- era dinámica y vigorosa, su Kitri en Don Quijote, se volvía descarada e impredecible, y su Raymonda, en el ballet del mismo nombre, parecía bastante más magnánima que delicada, todo eso sin salirse ni un centímetro de la coreografía. Cuando el coreógrafo cubano Alberto Alonso creó para ella su ballet Carmen -sobre música compuesta por el marido de la bailarina, Rodion Shchedrin- sólo tuvo que exprimir la personalidad fuerte, atrevida y segura de sí misma que Plisétskaya había ido puliendo con los años.
Forjada en una familia de artistas, tuvo en sus tíos Sulamith y Asaf Messerer -este último, gran Maestro del Ballet Bolshoi- a sus mentores, quienes le ayudaron a pulir y desgranar los secretos de un academicismo que dominó en cuerpo y alma. Con su incansable afán por dominar la técnica del ballet, logró que sus rapidísimos giros y su extraordinario salto pasaran casi desapercibidos frente a sus port de bras, o movimiento de brazos, y el port de tête, o colocación de cabeza. Plisetskaya supo mantener el clasicismo imperial de la Escuela del Ballet Bolshoi, aunque ajustándolo inteligentemente a sus proporciones físicas, y pronto consiguió que el virtuosismo pasara a un plano muy secundario en sus interpretaciones.
La elegancia de esta prima ballerina assoluta deslumbró a diseñadores como Pierre Cardin o Yves Saint Laurent, pero sobre todo consiguió que generaciones de bailarinas trataran de imitarla, persiguiendo ese aparente desdén con el que miraba al mundo desde lo alto de sus zapatillas de punta. Sin embargo, su imagen como gran estrella de la danza ocultaba una mujer sensible que había sufrido los excesos del régimen estalinista en su niñez... y que había terminado teniendo que bailar, como gran estrella que era, en las fiestas de cumpleaños del propio dictador.
Al final pudo con todos; con los que la obligaban a bailar como las demás y a los que pretendían cortar las alas de su carrera. Tras una brillantísima trayectoria como bailarina que la colocó en el podio de las grandes divas mundiales, dirigió el Ballet de la Ópera de Roma y el Ballet del Teatro Lírico Nacional, actual Compañía Nacional de Danza de España. Vivió en distintos países y desde 1993, tenía la ciudadanía española.
Quizás, como claro reflejo de su forma de entender la danza, nos baste volver a su interpretación del solo La muerte del cisne que tanta fama le dio. A diferencia del resto de las bailarinas, su cisne no se lamenta; Maya baila como un animal desesperado que bate sus alas con rabia, que se enfrenta a la muerte cara a cara y que al final sucumbe ante una realidad que no puede cambiar, pero nos obliga, queramos o no, a sentirnos consternados cuando cae al suelo, inerte.
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