Antonio Aguilar y Jose Emilio Vera en un momento de la obra. Foto: Daniel Garrido

El Teatro Lara estrena Pedro y el capitán, de Mario Benedetti, una de las escasas incursiones dramatúrgicas del escritor uruguayo, que versa sobre la ética, el poder y los límites a los que la ideología conduce al ser humano.

"Es una indagación dramática en la psicología de un torturador. La distancia entre ellos es, sobre todo, ideológica y es quizá ahí donde reside la clave de otras diferencias, que abarcan la moral, el ánimo, la sensibilidad ante el dolor humano, el complejo trayecto que media entre el coraje y la cobardía, la poca o mucha capacidad de sacrificio, la brecha entre traición y libertad". Así definió Mario Benedetti en 1979, Pedro y el capitán, una de sus escasas producciones teatrales y una de sus obras más representadas tras casi 40 años debido a su carácter universal y su vigencia.



En escena, una austera sala de interrogatorios ocupada por dos hombres. Uno, pulcro, elegante y autoritario; el otro, encapuchado, sangrante y dolorido. Entre ellos, el capitán y Pedro, comienza pronto un terrible juego dialéctico que combina idealismo y crueldad, moralidad y culpa, censura y entendimiento en una espiral donde se difumina la barrera entre víctima y verdugo. "El texto es muy directo y tiene un elemento muy profundo, que es el viaje psicológico del personaje del capitán, paralelo al viaje físico del personaje de Pedro. Puesto en escena es una lucha dialogal entre los dos que llega muy bien, que la gente siente muy cerca, afirma José Emilio Vera, que encarna al capitán.



Concebida inicialmente como novela, finalmente significó el reencuentro del escritor uruguayo con el teatro, un género que consideraba profundamente complejo. Según Benedetti, "la verdadera tensión dramática no se da en el diálogo, sino en el interior de uno de los personajes: el capitán". Hábilmente, el autor no plantea obra como un enfrentamiento entre un monstruo y un santo, sino entre dos hombres de carne y hueso, ambos con zonas de vulnerabilidad y resistencia, a los que únicamente separan ideologías totalmente opuestas. "Benedetti acertó porque no plantea buenos y malos, plantea seres humanos que por diversas circunstancias han llegado a ser lo que son", asegura Antonio Aguilar, que lleva cinco años interpretando a Pedro, el torturado.



"Los dos son personajes que se repiten en todas las dictaduras", explica el director, Tomás Sznaiderman, "Pedro es el militante, el que con su "No" rotundo representa el ideal de resistencia, de no traicionar unos principios; y el capitán es el representante del sistema, el encargado de hacerle hablar, de romper su resistencia". Ambos cumplen un papel preestablecido, pero ¿qué ocurre si ese papel se quiebra? "A lo largo de la función el capitán comienza a tener dudas cada vez más insistentes porque su método no funciona, algo que es la primera vez que le pasa. Comienza a dudar de sí mismo".



Foto: Daniel Garrido

Asistimos a través de esa duda a una transformación en el capitán, que comienza a empatizar con el personaje de Pedro hasta verlo como un compañero o un amigo. "Es un hombre con una educación castrense muy marcada, pero ha ido avanzando peligrosamente en este mundo de la tortura y ha llegado demasiado lejos", puntualiza Vera. "Él se llama a sí mismo el bueno. Es complicado, pero lo justifica porque son órdenes, lo que todos hacen. El problema es cuando asumes lo que haces. El conflicto del capitán nace cuando se da cuenta del horror que está perpetrando y a la vez entiende que no puede salir de ahí. Se siente atrapado".



"Como dice el capitán, "yo me fui haciendo poco a poco". Es una frase nada gratuita. No se hizo un animal de un día para otro", explica Sznaiderman. "Ocurre poco a poco, día tras día. En un momento dado comienza la alienación, hasta que ves todo natural, hasta la tortura, y el asesinato. Al fin y al cabo son empleados, involucrados en trabajos que no les gustan, y que sufren ese cargo de conciencia de pensar que son malas persona". El propio capitán lo dice en un momento "¿qué te crees, que no nos hacemos daño a nosotros mismos al torturarlos a ustedes, nuestros compatriotas?".





Esta especie de síndrome de Estocolmo invertido no es algo tan irreal como pueda parecer. Existen ejemplos de casos reales. "Cuando empezamos a trabajar el texto hace años, había un libro de testimonios de personas torturadas, Nunca más, que relataba casos en los que terminada la tortura el interrogador se hacía amigo del torturado", asegura Aguilar. "Hablaban de su vida, de su familia, y los dos entraban en ese juego. Separaban el trabajo de lo personal". En la propia obra, a pesar de su crudeza y sin caer nunca en la frivolidad, Benedetti inercala momentos más relajados, casi humorísticos, lo que según él servía para aligerar al espectador del drama y para que perdurase lo profundo del discurso: "el humor es un fijador de cosas serias", decía. "Hay mucho humor en la obra, Benedetti fue muy hábil con eso", aprecia Vera. "Durante la función hay momentos donde se van emborronando las líneas y hay partes totalmente surrealistas en los que parecen dos amigos charlando, con momentos hilarantes y de cabezonería, como dos viejos compadres".



Esto puede causar un pequeño trauma en el espectador, que en principio se posiciona, evidentemente del lado de Pedro, de la víctima. "Rápidamente empatizas con él porque la suya es un poco la historia que en sueños a todo el mundo nos gustaría vivir. Esa convicción, ese momento de mantenerte en pie y aceptar su destino, el no traicionar sus principios, a sus compañeros...", opina Aguilar. Pero, ¿es tan evidente?



Benedetti pretendía "despertar la conciencia crítica del espectador no solo ante la representación sino a través de esta, ante su propia vida", pero lejos de cualquier dogmatismo apela exclusivamente a principios éticos universales e incuestionables no a meras diferencias ideológicas, políticas o morales. Él plantea la situación de forma fría e induce al espectador a formar su propio juicio sin emitir el propio en ningún momento. Es por ello que en muchos casos "el público empatiza con el capitán y se siente muy miserable por ello. Benedetti presenta dos seres humanos que han caído ahí víctima de sus circunstancias. No juzga a la persona, sí al régimen a la ideología, pero a la persona no la demoniza", enfatiza Vera, "lo que hace que el conflicto del capitán, tan humano, acerque el personaje al público".



Foto: Daniel Garrido

Y es que aunque pueda parecer una situación inconcebible en nuestra actualidad, los temas por los que navega la obra no son ajenos a nosotros. En dos sentidos. Para empezar porque la alienación que representa el capitán, se puede extrapolar según el director "a cualquier nivel de la sociedad". Una sociedad que "ha hecho callo y no otorga voz a las personas con ideales haciéndolas invisibles". "Hoy en día se muere por pocas cosas. No creo que haya tanto romanticismo con las ideas. Hay muchos estímulos y la sociedad está anestesiada y realmente nadie moriría más que por lo más cercano, por lo más querido", reflexiona Vera. "Nos hemos convertido en una sociedad egoísta, muy anestesiada por el entretenimiento, la facilidad, la accesibilidad... esa opulencia nos ha hecho débiles en ese sentido".



De ahí la pertinencia y la necesidad de esta obra que para Aguilar "es una forma de recordar al público que esto pasó, que en algunos casos y lugares sigue pasando, y de tratar de evitar que situaciones así se vuelvan a producir. El público cuando ve esta obra se da cuenta de hasta dónde puede llegar el ser humano y de hasta donde no debe hacerlo". Como fin último, Sznaiderman se fija un objetivo para el texto que supondría el triunfo definitivo de este canto contra la dictadura y la barbarie que Benedetti elevó hace casi cuatro décadas. "La clave sería poder dejar de representar Pedro y el capitán algún día, que no remita a nada conocido, que solo sea historia, algo del pasado que ya no ocurre pero que debemos recordar".