Arturo Querejeta en La ruta de Don Quijote
Eduardo Vasco presenta este sábado en el Festival de Almagro su montaje La ruta de Don Quijote, basado en las quince crónicas que Azorín escribió sobre La Mancha para El Imparcial. En septiembre llegará a La Abadía, con Arturo Querejeta encarnando al escritor del 98 y fraseando sus textos 'impresionistas'.
''Desde el principio, el proyecto le pareció una locura a todo el mundo. Una de las mayores dificultades era crear un juego dramático que el espectador pudiera seguir paralelamente al viaje del protagonista, y que conjugara los registros periodísticos, narrativos y a veces poéticos de Azorín'', explica Vasco a El Cultural. Frente al escepticismo inicial, Querejeta fue su mayor apoyo: ''Cerró los ojos y se dejó llevar. Su Azorín es un personaje lleno de vitalidad, de asombro, de certidumbre y de dudas a la vez''. Vasco, fiel a su línea clara, se vale de una escenografía austera para armar esta road movie azoriniana: apenas un escritorio, una banqueta y proyecciones de dibujos y grabados. La palabra prepondera.
El escritor arranca su periplo en la pensión madrileña donde se aloja: en su maleta mete mudas, lápices, notas, un par de libros y un revólver, por si acaso. Este último se lo entrega su director. ''No sabemos lo que puede pasar. Va usted a viajar solo por campos y montañas. En todo viaje hay una legua de mal camino. Y ahí tiene usted ese chisme por lo que pueda tronar'', le dijo. Azorín toma un tren desde Madrid hasta Argamasilla de Alba. Que sea este el primer pueblo no es casualidad: entonces importantes estudiosos lo identificaban como el lugar de la Mancha del que Cervantes no quiso acordarse. Alli entabla amistosas relaciones con sus habitantes. Esas simpatías hacen que en el conjunto de las crónicas tuviera más peso que el resto de localidades.
Es en Argamasilla donde alquila un carro para continuar camino, guiado por un antiguo confitero de Alcázar de San Juan y tirado por una ''jaquita micrscópica, de trote vivaracho y nervioso''. Azorín hace escala en Puerto Lápice, donde visita la ventana en la que Alonso Quijano fue investido caballero. En Ruidera, donde vio los batanes que tanto asustaron a Sancho en una noche aciaga. En la Cueva de Montesinos, donde se contenta con asomarse desde el borde de la sima, eludiendo arriesgados impulsos espeológicos. En Campo de Criptana, donde se encaró contra los molinos que derribaron al enjuto caballero. En el Toboso de Dulcinea, donde al escritor le conmocionó el estado ruinoso de sus casas. Y termina en Alcázar de San Juan, poblachón en el que constata que La Mancha sigue sumida en atávicas supersticiones.
Desidia y superstición
En las crónicas aflora un retrato sociológico de la España de comienzos del siglo XX, que Vasco ve muy cercana a la de ahora, con ciertas lacras que perduran a través de los siglos: ''Hay algo de desidia, de abandono, de rechazo a la propia cultura. Es algo que se encuentra en el fondo de nuestra indentidad. Igual que la superstición, o el engolamiento de las opiniones, o la confusa idea religiosa que nos lleva dominando desde hace siglos''. El exdirector de la Compañía Nacional de Teatro Clásico ilustra su denuncia con un ejemplo: ''No hay más que repasar el desastre que han sido los últimos fastos alrededor de Cervantes y El Quijote. Pocas cosas nos califican mejor como nación que la vergonzante y frívola celebración del año pasado. Es un mal endémico''. Ese desinterés para valorar lo propio contrasta con la devoción que sienten algunos turistas foráneos por los escenarios quijotescos. Un lugareño de Argamasilla le cuenta a Azorín: ''Los ingleses se llevan los bolsillos llenos de piedras''. Son para ellos souvenirs preciados de su viaje a La Mancha. El fervor a veces roza el delirio: ''Uno hubo que se arrodilló y besó la tierra dando gritos''.Este espectáculo homenajeab el homenaje que AzorÍn le hizo a Cervantes y su novela intemporal. Y lleva implícito una reivindicación de su lenguaje. ''Es de una sencillez y de una belleza tan precisa que conduce irremediablemente a una reflexión sobre la pérdida tan extraordinaria que está sufriendo nuestro idioma'', lamenta Vasco. ''En nuestra época salirse de las 300 o 400 palabras habituales parece una provocación. Estamos en la era de la imagen y parece que el lenguaje sobra, que hablar bien nos conduce a no ser entendidos, o a parecer distantes. Yo creo que hay que defender con vehemencia el castllano ante la podredumbre a la que nos encaminan los 140 caracteres. Por eso enarbolamos como una bandera el castellano de Azorín, que suena de una manera musical, con un pie en la filigrana y otro en la traidición. Da gusto escuchar a Arturo (Qurejeta) diciendo cada sílaba, articulando cada frase''.
Vasco continúa así una reivindicación que tiene valores tan prestigiosos como Vargas Llosa. El Nobel peruano le dedicó a Azorín su discurso de ingreso en la RAE, en 1996. Buena parte de sus elogios los dirigió precisamente a La ruta de Don Quijote: ''Es uno de los más hechiceros libros que he leído. Aunque hubiera sido el único que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y la crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística''. Su muestra de admiración la remató con una sentencia:''Nunca estuvo más cerca de esa obra maestra que siempre rehuyó escribir''.
@albertoojeda77
Reproducimios algunos pasajes de La ruta de Don Quijote
En Criptana no hay Don Quijotes; Argamasilla se enorgullece con ser patria del caballero de la Trista Figura; Criptana quiere representar y compendiar el espítiru práctico, bondadoso y agudo del sin par Sancho Panza.
Esto es el pueblo del Toboso. Sentís que una intensa sensación de soledad y de abandono os va sobrecogiendo. Hay algo en las proximidades de este pueblo que parece como una condenación, como una síntesis de toda la tristeza de la Mancha. Y el carro va avanzand. Ha ido cayendo la tarde.
Yo voy recorriendo las calles de este pueblo. No hay ajetreos, ni estrépitos, Argamasilla en 1575 contaba con 700 vecinos; en 1905 cuenta con 850. En tres siglos es bien poco lo que se ha adelantado. ''Desde 1900 hasta la fecha -me dicen- no se han construido más allá de ocho casas.'' Todo está en profundo reposo.
Cuando llega el crepúsculo suenan las campanas graves y las campanas agudas del Ave María. Esta es la hora en que se oyen en la plaza unos gritos de muchachos que juegan; yuntas de mulas salen de los anchos corrales y son llevadas junto al río; se esparce por el aire vago olor a sarmientos quemados. Y de nuevo, después de esta rápida tregua, comienza el silencio más profundo, más denso, que ha de pesar durante la noche sobre el pueblo.