Joan Ollé sigue dándole proyección escénica a la obra de Mercè Rodoreda. Conmocionados nos dejó con su versión de La plaza del diamante, cuya desgarrada poesía encarnó Lolita Flores. Ahora da un paso de mayor riesgo porque lo que pone sobre las tablas, este viernes y el sábado en Temporada Alta y a partir del jueves 24 en el Teatro Nacional de Cataluña, es la novela maldita de la autora catalana. La muerte y la primavera, que escribió al mismo tiempo que La plaza del diamante (principios de los 60 en Ginebra), apenas ha tenido lectores hasta hace un par de años, cuando el Club Editor la reeditó de nuevo en catalán y la tradujo –Eduardo Jordá mediante– al castellano. Dos lanzamientos que tuvieron gran impacto mediático. “Es una obra que desconcierta a quien ya conoce a Rodoreda. Está muy alejada de su registro de la Barcelona realista. Esto es una fábula distópica, terrorífica. Una pesadilla, esa es la palabra”, señala Ollé a El Cultural.
Pero, aunque la lejanía ‘atmosférica’ entre ambas es obvia, el director catalán apunta que, en realidad, ese horror existencialista y surreal está en la base de toda la obra de Rodoreda, incluida alguna escena de La plaza del diamante. Algo que no resulta extraño si se tienen en cuenta las circunstancias en las que se desarrolló su vida. La obligaron a casarse con un tío materno suyo con el que tuvo un hijo. Se separó de él en el 37. En el 39 huyó a Francia y allí conoció al que sería su amante, el también escritor Armand Obiols. La ocupación nazi les obligó a huir y él, para sobrevivir, acabó trabajando en la administración de un campo de trabajos forzados. Un capítulo que, claro, martirizaría la conciencia de la Rodoreda republicana. “Toda esa experiencia se filtra en la novela, que está llena de dolor. Ese es su poso autobiográfico y su inquietante profecía”, apunta Ollé, que ve en este texto una alarma oportuna para nuestra época.
“Sabía que escribir 'la muerte y la primavera' la estaba volviendo loca y, por tanto, tenía que parar y poner distancia”. Joan Ollé
Rodoreda sitúa su cuento infantil en un pequeño pueblo regido por mitos antiguos incuestionables y unas costumbres salvajes. Sus habitantes sólo comen carne de caballo, a los muertos se les sella la boca con cemento para que no se les escape el alma, la ansiedad sexual de su mandatario ha originado una monstruosa consanguinidad… Es una sociedad primitiva donde la ética no está ni se la espera. En ese contexto, la única liberación es el suicidio. El protagonista, un joven de 18 años, muy cercano en su inocencia a la Colometa, ve a su padre consumarlo. El trauma le impulsa a investigar quién fue realmente su progenitor y ver si tiene alguna alternativa en ese pueblo rodeado de una naturaleza maléfica. Kafka, Artaud y Baudelaire emergen como referencias de este descenso al infierno.
Mi obra maestra
Ollé ha sido el encargado también de tratar el texto para trasvasarlo a la escena, ingeniando acciones dramáticas a partir de la narración monologada de origen. Un par de visitas al Archivo Rodoreda le disuadió de remover los episodios larvarios y desechados de esta novela inacabada. Era un caos que le podía restar claridad a su propuesta. Así que se basó en el trabajo de Núria Folch, íntima amiga de la escritora y viuda de su editor (Joan Sales), que se encargó de ordenar el material y darle coherencia para publicarlo tras su muerte. Precisamente, a Sales le dijo Rodoreda en una carta que esta era su obra maestra. Una seguridad que choca con el hecho de que la estuviera retocando hasta muy poco antes de morir. Quedó inconclusa. Ollé, que para la puesta en escena ha creado lo que define como un no man’s land, una especie de desierto inhabitable, aclara el motivo de tal inconclusión: “Sabía que escribir algo así la estaba volviendo loca y, por tanto, tenía que parar y tomar distancia”.