Hay quien dice que el teatro le costó a Galdós el Nobel. Un precio elevado que pagó por utilizar este género como palanca de transformación, arremetiendo sin tapujos ni equilibrismos contra algunos de los lastres atávicos para el progreso de la sociedad española. Particularmente incisivo fue con el clero y las órdenes religiosas. El estreno de Electra constituyó uno de los acontecimientos más convulsos de la historia de nuestros escenarios. Galdós recurrió a la tragedia griega para invocar un sangrante caso que tuvo mucha repercusión en la España de comienzos del siglo XX. Nos referimos al de Adelaida de Ubao, joven de familia rica y católica a la que un jesuita sugestionó para que se enclaustrara en un convento. La madre le llevó a los tribunales aduciendo que el verdadero objetivo de su maniobra era apropiarse de la cuantiosa herencia.
Galdós dramatizó aquel contencioso. Su visión de los hechos se estrenó en 1901, en el Teatro Español. Un bombazo. Maeztu, enfervorizado por la trama, gritaba desde su butaca “¡abajo los jesuitas!”. Cerca de él andaban Valle-Inclán, Azorín, Canalejas… El público acabó llevando al autor en volandas hasta su casa de Hortaleza, erigido en símbolo de la libertad civil frente a la superstición clerical. La polémica desencadenó una curiosidad voraz, que hizo que la obra sobrepasara las 100 representaciones en el teatro de la plaza de Santa Ana. Baroja le dedicó encomios hiperbólicos: “Galdós ha saltado de las cimas de Dickens a las infinitas alturas de Shakespeare. Es él quien ha auscultado el mal de España y ha iniciado su remedio”. Desde el otro lado, claro, le cayó encima la ira de Dios. Lo recuerda Cánovas Sánchez en la reciente y didáctica biografía del escritor publicada por Alianza, donde trae a colación el ataque a la obra del arzobispo de Burgos: “Es una bandera de combate y una enseña de rabiosa persecución al catolicismo”.
Electra es un hito de la producción dramatúrgica de Galdós, quien, aunque hoy es conocido por su narrativa, tenía como inclinación original la de triunfar en las tablas. Lo confiesa en sus Memorias: “Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito dramático, y si mis días se me iban en flanear por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias”. Se refiere a su primera etapa en Madrid, donde llegó para estudiar Derecho, aunque muy pronto desertó de las clases. En ese periodo (1861-1866) alumbró Quien mal hace, bien no espere, La expulsión de los moriscos, El hombre fuerte y Un joven de provecho. Pero su entusiasmo chocó con el desprecio de los empresarios. No le hicieron caso y se descorazonó. Entonces se escoró hacia la novela, territorio donde sí triunfó desde el principio, con La Fontana de Oro (1870).
Aun así el gusanillo dramático nunca murió. Lo prueba que en sus últimos años de vida volvió a darle prioridad al teatro. En ese tiempo firmó Celia en los infiernos (1913), Alceste (1914), Sor Simona (1915), El tacaño Salomón (1916) y Santa Juana de Castilla (1918). Y el hecho de que en su narrativa muchas veces se imponga su instinto dramático, que se plasmó sobre todo en la habitual introducción de escenas dialogadas. Un recurso que le permitió, por cierto, trasvasar luego más fácilmente algunas de sus novelas al teatro, como Realidad, El abuelo, Casandra y Doña Perfecta, que montó en 2012 Ernesto Caballero como carta de presentación de su ‘legislatura’ al frente del Centro Dramático Nacional.
Galdós escribió en total más de 20 obras, que, hay que apuntarlo (y ¿denunciarlo?), apenas tienen presencia hoy en nuestra cartelera. Una de sus virtudes es que, en general, no causaban indiferencia. Solían desencadenar opiniones encontradas y encendidos debates. De alguna manera, evidenciaron la polarización social del país, germen del cruento estallido de la Guerra Civil que lo desangraría poco tiempo después de su muerte. Las más exitosas fueron, aparte de la controvertida Electra, Realidad, La de San Quintín, Casandra y El abuelo, acaso su título más conseguido, con el inolvidable Conde Albrit obligado a identificar cuál de sus dos encantadoras nietas es la legítima. Dilema que a la postre resuelve priorizando el humanismo sobre los blasones (un desenlace, sin duda, muy galdosiano).
Otro capítulo relevante de su faceta teatral fue su corto mandato como director del Español. Asumió el cargo con ilusión pero pronto se dio cuenta de que era una patata caliente. El conservadurismo del público y la inquina de los excluidos de sus planes (autores, directores y actores) le amargaron la existencia. Entre estos últimos, estuvo Valle-Inclán, que vio rechazada su obra El embrujado. Parece que fue más por culpa de Matilde Moreno, la empresaria y primera actriz de la compañía del teatro, que de Galdós, muy predispuesto en un principio a montarla. Valle, en cualquier caso, no le perdonó y su antigua admiración por él mutó en odio visceral. Se vengó motejándole para los restos a través de uno de los poetastros de Luces de bohemia, que se refiere a él como Don Benito el garbancero.
El mote caló, encasillándole como un autor refractario a la modernidad. Algo injusto porque desde el principio se esforzó por dejar atrás tanto la ampulosidad del romanticismo como la estrechez del costumbrismo para dar paso así a un realismo que reflejase las alteraciones sociales del momento, sobre todo la eclosión de una clase media burguesa y liberal que agrietó la vieja estratificación nobiliaria. Llamativa es también su defensa de la libertad femenina en un contexto dominado por el machismo y el catolicismo. Son rasgos presentes en toda su obra, aunque, como él mismo explicó, se concentran particularmente en Electra: “En ella he condensado la obra de toda mi vida, mi amor a la verdad, mi lucha constante contra la superstición y el fanatismo, y la necesidad de que olvidando nuestro país las rutinas, los convencionalismos y mentiras, que nos deshonran y envilecen ante el mundo civilizado, pueda realizarse la transformación de una España nueva que, apoyada en la ciencia y la justicia, pueda resistir las violencias de la fuerza bruta”. Motivaciones que pudieron costarle el Nobel pero que sobreviven como un legado ejemplar.