Vivimos un tiempo para las preguntas trascendentes: son inevitables cuando el suelo desaparece bajo nuestros pies. Pero también para el humor: es indispensable para paliar el drama cotidiano. En realidad, es una época idónea para combinar, a través del arte, ambas vías de iluminación. Alfredo Sanzol (Madrid, 1972) es uno de los dramaturgos y directores que mejor las han entrelazado en su trayectoria. La risa le ha servido para afrontar y, eventualmente, asimilar tragedias personales como la pérdida de su padre (La calma mágica) o la separación de su pareja (La respiración). “Es curioso, una aparente paradoja: en las raíces de mis comedias siempre está el dolor y la pérdida. A mí me encanta el humor que se funda en las grandes cuestiones”, explica a El Cultural Sanzol, que el próximo viernes, 12, vuelve a la carga con un género que borda: estrenará en el Valle-Inclán El bar que se tragó a todos los españoles.
De nuevo, pone el foco sobre la figura de su padre, encarnado por Francesco Carril. A través de esta roadplay, evoca su reinvención existencial en los años 60, cuando colgó los hábitos para irse a los Estados Unidos a estudiar marketing e inglés. “Él nunca nos contó que había sido cura. La obra se basa en las anécdotas de esta aventura de transformación, que, aunque lo parezca, no fue tan rara en España”, señala. Durante el franquismo, la iglesia ‘reclutaba’ a muchos chavales que, cuando pasaban los años, se daban cuenta de que aquel camino en que se habían visto enchiquerados, por inercia social, castraba su sed de experimentación y libertad. Sanzol recurre al humor (otra vez) para comprender aquel episodio. “Sin él, es imposible desencriptar la realidad, porque pone sobre la mesa de manera más directa nuestras contradicciones e hipocresías. Además, como ocurre para los personajes de El bar…, resulta un motor libertador, la herramienta que nos permite rebelarnos contra esas fuerzas que no nos dejan construir nuestra propia vida”.
Un tándem desopilante
Son razones de peso las que esgrime el actual director artístico del Centro Dramático Nacional, institución que a lo largo de los próximos días va a mantener bien alto el pabellón de la risa. Porque a partir de este viernes, en el María Guerrero, desembarcan con Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach Nao Albet (Barcelona, 1990) y Marcel Borràs (Olot, 1989), un tándem gamberro y desopilante, capaz hacer crujir las quijadas de los espectadores de tanto reír. En Cataluña llevan tiempo haciéndolo. En Madrid se dieron a conocer con la disparatada Mammón, una de las mejores comedias (por su frescura, por su originalidad y por su capacidad de sorprender) que hemos visto en los últimos años. “Nosotros en realidad no nos planteamos el género de lo que estamos haciendo: nos gusta jugar y pasárnoslo bien. Es básicamente eso lo que nos mueve. Es verdad que si además de hacer reír, hacemos pensar, pues estupendo”, explica Albet, rostro conocido por su aparición en series de tanto tirón popular como Cuéntame.
"Es paradójico: en la raíz de mis comedias siempre está el dolor y la pérdida". Alfredo Sanzol
Borràs y él se conocieron trabajando juntos bajo las órdenes de Roger Bernat. Surgió entre ellos un enamoramiento a primera vista. Empezaron a hablar de las obras que andaban rumiando cada uno o tenían a medio escribir y se insuflaron recíproca energía. Con descaro y osadía juvenil, le pidieron cancha a Rigola en el Lliure, que no pudo sino ceder ante su empuje: debutaron como directores y autores con Straithen con Freigthen en 2007, siendo todavía unos adolescentes. En Mammón, pieza de 2015 que tras el desmadre lleva implícita una denuncia de la voracidad materialista intrínseca al capitalismo, le hacían un tocomocho de libro al público: lo que empezaba como una solemne obra documental en Siria acababa en un despiporre lisérgico en Las Vegas. Un viraje escrito, dirigido e interpretado por ellos mismos. “No era una parodia del teatro documental, tan en boga ahora, sino el reflejo de la tensión entre nuestras dos almas. Nuestra línea de trabajo es muy metateatral, siempre aparecen las preguntas que nos hacemos sobre qué queremos ser como creadores escénicos. Y la conclusión es que ni nos sentimos cómodos en el teatro más performático o contemporáneo ni en el más convencional o canónico. Así que lo mezclamos todo”, apunta Borràs.
Basada en ‘hechos reales’
Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach, estrenada en 2013, refleja perfectamente esta postura anfibia. La trama parte del encargo de un magnate ruso a dos dramaturgos: les propone estrenar una obra en la capital con la única condición de que sea sobre un atraco a un banco. En mitad del proceso creativo, una caudilla de la vanguardia, Maria Kapravof, les incita a romper los moldes establecidos, imprimiéndole a su puesta en escena los códigos del movimiento que abandera: el (re)productivismo. Así, de golpe, pulverizan la cuarta pared, los actores acaban interpretándose a sí mismos y lo que discurría por el terreno de la ficción desemboca en el de los ‘hechos reales’.
Reales como los viajes en coche compartidos desde que algunas aplicaciones lo facilitan: economía colaborativa. De ahí partió Eduardo Galán (Madrid, 1957) para escribir Blablacoche, que presenta el próximo miércoles, 10, en los Teatros del Canal. El montaje está orquestado por Ramón Paso y cuenta con Pablo Carbonell en el elenco: un tipo que irradia hilaridad a su alrededor con solo estar presente. Como El bar… de Sanzol, se trata de una roadplay: “Me propuse contar un viaje a Ítaca, como el de Ulises. El viaje como meta, aunque los personajes durante el camino vayan perdiendo la necesidad de llegar, en este caso, a Cádiz, porque el motivo de sus desplazamientos se va cancelando. Lo realizan cuatro personas normales, en realidad cuatro pringados, como somos la mayoría”. Aparte de Carbonell, los interpretan Soledad Mallol, Víctor Ullate Roche y Ania Hernández/Luciana de Nicola.
Galán tiene claro que la comedia es más necesaria que nunca hoy. “Los efectos psíquicos y morales de la pandemia son equivalentes a lo que causa una guerra. Y después de una guerra y durante ella, la población necesita olvidar. Y para olvidar nada mejor que divertirse de muchas maneras, entre ellas, yendo al teatro”, aduce. Su visión del género tiene una vocación más evasiva: un paréntesis en el que solazarse mientras fuera del teatro caen chuzos de punta. Pero, cuidado, no hay que estamparle automáticamente el marchamo de ‘banal’ por defender, con Blablacoche, esta concepción. Ramón Paso sale a aclarar un detalle que parece clave en este debate. “En este país se desprecia la risa en un vano intento de parecer intelectual”. O sea: a su juicio se miran las comedias de la cartelera por encima del hombro, como un producto para el vulgo. Su lamento tiene un peso. Sabe de lo que habla. Toca advertir que es bisnieto de nada menos que Jardiel Poncela, magistral comediógrafo que, condicionantes políticos al margen, ha sufrido largos periodos de ostracismo en nuestras salas a pesar de la genialidad de títulos como Los ladrones somos gente honrada y Un marido de ida y vuelta.
"La comedia es un disolvente que desintegra la estupidez, los populismos, los miedos...". Ramón Paso
Está última la levantó en el CDN Ernesto Caballero, artífice, por cierto, de comedias desternillantes y nada banales como La autora de las Meninas. Lo cierto es que la cosecha en los últimos años no ha sido mala en este terreno: a los consagrados Boadella o Alonso de Santos se han ido sumando figuras como Jordi Galcerán, Álvaro Tato (Ron Lalá), José Troncoso, Denise Despeyroux… Incluso Juan Mayorga nos dejó un valioso destello cómico con El mago. En esta lista, claro, comparece con relieve protágonico Sanzol, que, junto a Caballero, también reivindica a Jardiel Poncela. Aunque, cuando se le pregunta por sus referencias principales, inicia una enumeración que se le acaba yendo de las manos: mezcla a Jaime de Armiñán con Ernst Lubitsch, a Capra con Azcona, a los Monty Python (“John Cleese a la cabeza”, precisa) con Aristófanes y Plauto, a Georges Feydeau con Harold Ramis… Galán, por su parte, tiene en los altares a Billy Wilder (“soy su fiel devoto”), aunque también ensalza a Mihura y, cómo no, a Jardiel. Borràs y Albet son en sí mismos una coctelera de influencias, con el humor bestia de Tarantino y el macabro de los Cohen entre las más perceptibles. “De ahí podemos oscilar hasta Haneke”, advierte Albet, para dejar patente que lo suyo son los bandazos y la dieta omnívora: todo lo degluten y metabolizan.
Ambos, además, se esfuerzan para que sus gags “no tengan filtros”. Es decir, para que la propensión a ofenderse actual de tantos colectivos, estimulada por el puritanismo y la corrección política, no les coarte. “Si algo nos hace gracia y encaja en la historia, vamos adelante”, sentencia Albet. En esa actitud hooliganesca estriba buena parte de su frescura en las tablas. Sin embargo, está claro que atravesamos una época en que no medir milimétricamente los pasos puede salir caro. Los procesos judiciales en que se han visto inmersas revistas satíricas como El Jueves o Mongolia lo confirman. Al hilo de estas dificultades, aflora la cuestión: ¿cuáles serían pues los límites para el humor? Paso se apresura a tomar la palabra y defenderlo hasta las últimas consecuencias: “Ninguno. El humor es humor. Y la comedia es un disolvente que actúa desintegrando la estupidez, los populismos, los miedos, las certezas, los fanatismos, el desprecio al diferente… es decir, todo lo que hace de este mundo un lugar intransitable”.