Había anoche ambiente de gran estreno teatral en el Ateneo de Madrid. Sí, el Ateneo, han leído bien. Como en las grandes veladas del María Guerrero, La Abadía, el Español… Miguel Rellán, en calidad de presidente de la sección de teatro de la egregia institución que cobijó a los grandes intelectuales y literatos del país, anda urdiendo iniciativas originales y atractivas para fechas venideras. Y la de ayer fue la puesta de largo de lo que está por venir. Una carta de presentación verdaderamente apetitosa. Texto jocoso de Valle apenas transitado en nuestra cartelera (Farsa y licencia de la Reina Castiza) y un reparto de postín. Repasemos de manera exhaustiva porque merece la pena: Ana Belén, Luis Bermejo, Javier Cámara, Víctor Clavijo, Fiorella Faltoyano, Alba Flores, Mario Gas, Emilio y Julia Gutiérrez Caba, Carlos Hipólito, Carmen Machi, Blanca Marsillach, Jorge Perugorría, Blanca Portillo, José Sacristán, Marina San José, Pepe Viyuela y Camila Viyuela… ¡Ahí es nada!
Rellán, antes de que se procediese a la lectura, los anunció a todos en un crescendo que remató con su brazo izquierdo dibujando círculos amplios para azuzar el aplauso de la concurrencia, que repletaba el auditorio del Ateneo. Esta había entendido que lo que iba a ver era un acontecimiento. Rellán, además, la puso en antecedentes. La pieza en cuestión la escribió Valle, ateneísta de relumbrón (llegó a presidir la Docta Casa en 1932), justo hace un siglo, en 1922. Por su carácter satírico contra la monarquía (en particular contra su bestia negra, Isabel II), la obra no pudo estrenarse hasta 1931, en el Muñoz Seca. Rivas Cherif, que se encaprichó del texto, lo había intentado antes pero, durante la Dictablanda, no estaba el horno para bollos y tuvo que claudicar. Así que hasta el advenimiento de la II República La Reina Castiza valleinclaniana no pudo tocar tablas, más allá de alguna lectura puntual, como la que tuvo lugar, curiosamente, en 1930 en el propio Ateneo.
El juego de espejos entre dos épocas fue una constante toda la velada. Cuando la trama se desplegó en la voz de tan magníficos actores (con Ana Belén y Sacristán repartiéndose las siempre jugosas acotaciones del autor de Luces de Bohemia) de pronto se prefiguraron en la mente de todos nombres habituales en el escaparate mediático: Corinas, Villarejos, monarcas chantajeados por mor de sus deslices venéreos… No en vano, el meollo dramático de esta farsa y esta licencia estaba en una cartas que supuestamente escribió de puño y letra Isabel II a uno de esos varones que atendía su presunta voracidad carnal. A la reina no tan castiza se le iba la pluma en detalles calenturientos, tanto que la ortografía pasaba a un segundo plano. Tales epístolas caen en las manos de un espabilado (el Sopón, encarnado con por Pepe Viyuela con su vis cómica infalible) que, consciente de su valor político y mediático, no duda en aprovechar la coyuntura: le exige al Gran Preboste (un Mario Gas tonante y ademanes severos) ser ungido obispo en Manila a cambio de su silencio.
Ahí empieza una tensa negociación en la que las dos partes juegan sus cartas (nunca mejor dicho) para llevarse el gato al agua. El Gran Preboste reacciona airado ante la propuesta. Le dice al oportunista que no tiene nada que hacer, que él, si quiere, a la prensa le pone “la mordaza” (otra resonancia que atraviesa un siglo) y a las Cortes les da cerrojazo. Pero en el fondo sabe que su antagonista tiene un as en la manga y debe andarse con tino para dar presto carpetazo al enredo que puede originar. Y se esfuerza por rebajar el coste que implica que la razón de Estado se acabe imponiendo. “Le nombraremos concejal”, apunta en un momento dado, creyendo que con una sinecura así lo contentará. Pero no resultará tan fácil.
El entuerto va haciéndose cada vez más intrincado. El Rey (con Carlos Hipólito dándole al personaje un aire pusilánime y afeminado) acaba leyéndolas y pidiendo, con la boca pequeña, ¡el divorcio! Risas y más risas en la platea, en la que se congregaban Víctor Manuel, Lluis Pasqual, Natalia Menéndez, Rosa María Mateo, Fernando Méndez Leite, Vicky Peña... Sobre todo las suscitó el histrionismo acústico (qué gritos los suyos) de Javier Cámara, que hacía de Don Gargarabete, amante Isabel II. Destacó también la gran complicidad entre dos parejas de cortesanas femeninas: Belén Cuesta-Blanca Portillo y Fiorella Faltoyano-Alba Flores. Aunque, en realidad, la complicidad aglutinó a todo el elenco, cosa meritoria porque solo hicieron un ensayo un rato antes (se escogió el lunes precisamente porque es día de asueto en los teatros). Le dieron ritmo y compás a la lectura. El verbo de Valle fue en su boca un festín, combinando los registros popular y culto de manera magistral, dentro de un código por momentos esperpéntico, en su vertiente más lúdica y satírica, que le permitió dar rienda suelta a su pulsión antiborbónica. El Ateneo agitó pues a uno de sus estandartes mayores, Valle, como reclamo para salir del letargo y volver por sus fueros. Sea.