Inicio del primer acto
Falta media hora para que empiece la función. Un grupo de señoras mira a esta mesa de reojo. Una de ellas, pensando que no se la oye desde aquí, dice: “Tranquilas, no hay prisa. Hasta que no se vaya él, nosotras tampoco”. Otra, que un rato después se levanta para ir al baño, se acerca y le dice al actor: “Hemos venido a verte”. Este hombre lleva traje oscuro, chaleco, camisa blanca y zapatos. Mientras dure la cerveza, responderá al nombre de Alberto San Juan.
Inicio del segundo acto
El hombre de traje oscuro, chaleco, camisa blanca y zapatos saluda desde el escenario del teatro Bellas Artes: “Siempre que hablo ante mucha gente me parece que me he equivocado de puerta. Unas manos amigas me han empujado y me encuentro aquí. La mitad de la gente va perdida entre telones, árboles pintados y fuentes de hojalata y, cuando creen encontrar su cuarto o círculo de tibio sol, se encuentran con un caimán que los traga o… con el público, como yo en este momento”. Se llama Federico García Lorca.
Pero, un momento, un momento. Rebobinemos. Regresemos al bar. ¿Qué “caimán” ni qué ocho cuartos? ¿Qué miedo al público ni qué narices? Alberto San Juan, a treinta minutos de reencarnarse, se moja los labios con la espuma de la cerveza y, pierna sobre pierna, recostado en un sillón, razona sobre el texto que está a punto de interpretar.
Resulta impactante contemplar así, tan de cerca, la naturalidad, ¡la despreocupación!, de un ser humano que va a recitar, de memoria, durante casi hora y media, la prosa y los versos de Federico García Lorca. Resultará todavía más impactante cuando salude, entre sudores, a un público que le brinda en pie una larga ovación.
Esto se llama Lorca en Nueva York y, aparte del ganador de dos Goya, se suben al escenario cuatro músicos que ponen ritmo al paisaje: Claudio de Casas (guitarra), Pablo Navarro (contrabajo), Gabriel Marijuan (batería) y Miguel Malla (saxo y teclados).
–Disculpe, pero... ¡Que falta media hora! Debe de saberse el texto tanto como si fuese parte de usted.
–Es una mezcla de algunas cosas –sonríe y mira alrededor con algo de pudor, consciente de que le miran–. Llevo dos años representando este texto. No de forma continuada, con varios paréntesis. Pero es verdad que lo siento muy intensamente. Quizá como no me ha pasado nunca con otro papel. Le contaré algo.
–Claro.
–En esta profesión, a veces, se padece la sensación de que no se llega, de que estrenas sin haber llegado. El teatro, al contrario que el cine, tiene la virtud de que, si la obra se prolonga, se cruza esa frontera. Entonces, estás dentro del espectáculo y manejas el ritmo. Aunque hay un tercer ingrediente que explica que esté ahora aquí, con una cerveza.
–¿Cuál?
–Mi inconsciencia y mi irresponsabilidad.
Alberto San Juan tiene 53 años. Es un hombre de “mediana edad”, o como él dice, con carcajadas, de la “Edad Media”. Cuando era un chaval que estudiaba Ciencias de la Información y soñaba con dedicarse al teatro, salir al escenario le provocaba pesadillas. Una profesora de interpretación le dijo entonces: “Tienes la misma capacidad de expresión que un muerto”. Acertó. El muerto, veremos luego con las luces apagadas, se llama Federico.
Por eso la cerveza, pierna sobre pierna, recostado en el sillón, se antoja como el símbolo de una aventura con nudo –el final está lejos– feliz. La de un actor que, superados los miedos hace décadas, se lanza a algo tan revolucionario como exhibirse casi solo, en un escenario, para recitar poesía.
Cuando ideó este espectáculo, interpretaba de memoria la conferencia que Lorca dio en Madrid a su vuelta de Nueva York allá por 1930. Leía, del papel, los poemas que introducía. Hoy todo es memoria. Y música. Jazz, son cubano, ritmo. Alma negra.
–Hay algo reivindicativo en todo esto. Es lunes, casi todos los teatros están cerrados. No hace falta caracterización, ni siquiera maquillaje. Te vas a lanzar al escenario en un rato tal y como estás ahora. Lo importante no es la imagen, sino la palabra. El alma.
–Oye, pero este esmoquin que llevo es de una calidad increíble –se agarra una de las mangas y suelta otra carcajada–. Me lo regalaron el año que gané el Goya con Bajo las estrellas. Lo he utilizado muchísimo para actuar. Los músicos van más o menos de traje, pero por una cuestión de respeto al rito, a la ceremonia del teatro. Pero tiene usted razón. Lo importante de todo esto es la palabra, la conexión con el público.
–Podría representarse en cualquier otro lugar.
–¡Podríamos hacerlo en este bar! Hasta en acústico, sin microfonar. Con esta luz. En la calle, en cualquier lugar. Lo hacemos cada lunes en el Bellas Artes, tenemos que adaptarnos a la escenografía de la obra que esté en cartel. Hoy usted lo verá con el paisaje de El cuidador, de Harold Pinter.
Eso es cierto, pero el espectáculo, en el Bellas Artes, cuenta con una iluminación especial. Hay veces en que parece que vemos a Lorca en blanco y negro. En los momentos más viscerales, se aparece el rojo, que envuelve a todos los músicos en una especie de nave espacial.
"El éxito de este espectáculo pasa por lograr un vínculo muy especial entre el que habla y el que escucha. Lorca lo conseguía porque era un enamorado de lo vivo"
Ángel Guinda hablaba de la poseía para “resucitar a los vivos”. Son las palabras de un muerto que resucitan a un público nutrido, que abandona el arte de la distracción para entregarse a la escucha un lunes por la noche.
En España hay más móviles que personas. Los utilizamos, como cuenta Thibaut Deleval en su reciente Distraídos (Aguilar, 2022), hasta cuatro horas al día. Después de visitar este tratado de la distracción, uno se da cuenta de que espectáculos como este Lorca en Nueva York tienen algo de milagro.
“De Lorca se conocen, sobre todo, la poesía y el teatro, pero tiene una prosa maravillosa. Sus artículos en prensa, su correspondencia, sus conferencias… Empieza varias de ellas advirtiendo de que el enemigo principal es el aburrimiento”, relata San Juan. Ese aburrimiento que, hoy, puede y debe traducirse en distracción.
“Es verdad que el éxito de este espectáculo pasa por lograr un vínculo muy especial entre el que habla y el que escucha. Lorca lo conseguía porque era un enamorado de lo vivo. Un defensor a ultranza de la vida”, apostilla.
Al poco de lanzarse al escenario, Lorca o San Juan, o los dos, dirán: “Yo no vengo hoy para entretener a ustedes. Ni quiero, ni me importa, ni me da la gana. Más bien he venido a luchar (…) Necesito defenderme de este enorme dragón que tengo delante, que me puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas”.
Resulta absurdo resaltar el carácter único de Federico García Lorca, teniendo en cuenta la unicidad biológica de cada persona. Pero, si nos guiamos por los testimonios de quienes le conocieron, debía de haber en él una suerte de aura misteriosa, una humanidad tan radical que, por contradictorio que parezca, le acercaba a lo sobrenatural.
Escribió, por ejemplo, Vicente Aleixandre: “El corazón de Federico no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido no le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más su noble frente (…) Cuántos habrá que sepan, que aprendan y conozcan la capacidad extraordinaria, la hondura y capacidad sin par de su corazón”.
Lorca dijo de sí mismo: “Soy un pobre muchacho apasionado y silencioso que, casi como el maravilloso Verlaine, tiene dentro una azucena imposible de regar y presento a los ojos bobos de los que me miran una rosa muy encarnada con el matiz sexual de peonía abrileña, que no es la verdad de mi corazón”.
"Lorca, como todo ser humano, estaba atravesado por las contradicciones. Podía ser el rey de la fiesta y luego pasar la noche llorando"
–¿Cómo se encarna un personaje así?
–En realidad, lo que yo intento, más que encarnar a Lorca, es encarnar su palabra. Porque confío en que, a través de esa palabra, se pueda generar una conexión con el propio Lorca. No hago un trabajo de voz o de cuerpo. Además, apenas hay imágenes filmadas y no queda el registro de su voz. Sabemos, por los testimonios, que solía ser el centro de la fiesta, que contaba historias, que cantaba canciones, pero también conocemos su tendencia a la melancolía.
–Algunos decían: “Alegre por fuera, triste por dentro”.
–Vivía con mucha intensidad. A Nueva York llegó herido por una ruptura con el escultor Emilio Aladrén. Lorca tenía una pulsión de vida gigantesca y, como todo ser humano, estaba atravesado por las contradicciones. Podía ser el rey de la fiesta y luego pasar la noche llorando.
Lorca nunca se fue del todo. Siempre ha tenido lectores. Pero asistimos a un renacer muy fecundo. Al mencionado espectáculo de San Juan pueden unirse Amor oscuro (una obra de teatro escrita por Jesús Arbués que narra las peripecias sufridas por los sonetos de ese nombre desde su extravío hasta su publicación) o la última novela de Carlos Mayoral, Yo no maté a Federico (Espasa, 2022), que ahonda en el asesinato del poeta.
Los grandes proyectos literarios, sin embargo, también tienen su reverso oscuro. Sucedió en el Congreso, cuando una diputada de Vox celebró que Lorca hoy votaría a Abascal y uno de Podemos le respondió: “¡Pero si lo matasteis vosotros!”.
–¿Qué siente al escuchar esas cosas quien encarna a Lorca cada lunes?
–Es un hecho objetivo que Lorca siempre se manifestaba en favor de la parte vulnerable, de los débiles y los oprimidos. En el texto que hago habla de los negros y los gitanos como símbolo de los oprimidos del mundo. Lorca construyó una clara llamada a la rebelión de todos ellos. Lo menos interesante del mundo es asociar esto a un partido político.
–La banalización, el manoseo.
–Sí, ese proceso de etiquetaje en el presente… Dicho esto: como en todo ser humano, las ideas y la sexualidad jugaron un papel muy importante en Lorca. Es algo explícito, que puede leerse en su obra. Y si hay que hablar de ideología, no resulta audaz decir que Lorca era antifascista o que siempre estuvo del lado de la democracia. Otra cosa es el calificativo que cada uno quiera ponerle a Vox y a Podemos. En eso ni voy a entrar.
Además del contenido, conviene, en este caso, hablar de la forma. ¿Cómo se aprende un texto tan largo? ¿Cómo se le da vida a la palabra durante tanto tiempo? Sin perder el hilo, sin distraerse. Alberto San Juan ha estudiado, sobre todo, andando por la calle. Por el campo y por la playa. En casa, le cuesta más.
Bromea al respecto, diciendo que, probablemente, exista incluso una razón científica: “Al andar, quizá la sangre circule mejor… Oye, ¿le importa que me coma las aceitunas? ¿Qué hora es? ¿Menos cuarto? Tenemos tiempo”. ¡Dios santo!
–El texto, en contra de lo que mucha gente piensa, es el original de la conferencia que dio Lorca. No ha añadido usted nada.
–Efectivamente, es un texto original, que llama la atención por su actualidad. Funciona increíblemente bien en el presente. Bueno, no he añadido, pero he quitado algunos fragmentos que resultaban un poco largos.
–¡Ha censurado a Lorca!
–Sí, sí –se ríe–. Otra irresponsabilidad.
–Esa actualidad palpita cuando, tras ver Wall Street, Lorca diagnostica los males del capitalismo.
–Lorca viene a decir que la sociedad mercantil e industrial nos ha alejado de nuestra propia naturaleza. Tiene un verso definitivo, cuando habla de los negros, pero nos podemos incluir los demás: “Toda esta carne robada al paraíso”.
–Con el capitalismo ocurre como con la democracia, en palabras de Churchill: “Es el sistema menos malo de los conocidos”. Además, es el único modelo económico que se ha demostrado compatible con la democracia.
–Sí, eso ha ocurrido desde la Segunda Guerra Mundial, pero a costa de muchísimas cosas. Creo que el capitalismo estrecha la democracia y que debemos ser imaginativos para buscar un sistema alternativo que nos permita habitar el planeta de una manera más civilizada.
Poeta en Nueva York es un texto difícil. Imposible de comprender con una sola lectura. Lo decía el propio Lorca. Cuenta San Juan que el autor abordó este libro empujado, entre otras cosas, por lo mal que le sentaba el calificativo de “poeta folclórico” que le habían puesto tras el éxito del Romancero gitano. Dalí le tomaba el pelo y le animaba a mudarse al mundo surrealista.
El actor, de hecho, recita muchos poemas del libro además de la conferencia, pero ha dejado fuera algunos por esa complejidad: “Hay imágenes radicalmente claras, pero otras son muy crípticas. Algunas me llegan gracias a la música y al ritmo, pero otras no las entiendo. Son versos que no he podido sentir ni comprender, por eso no los recito”. “No vengáis a pedirme explicaciones. No sé explicar nada, sólo balbuceo el fuego que me quema por dentro”, advirtió Lorca.
“En ese viaje a Nueva York escribió también El público y Así pasen cinco años. Son obras todavía hoy vanguardistas, insuperables. Es la gracia de los clásicos, no caducan. Acertaron de tal manera en la diana que vivirán siempre. Walt Whitman decía aquello de ‘esto que tienes entre las manos no es un libro, soy yo’. Ocurre también con Lorca”. Esto que tenemos en las manos, entonces, no es Alberto San Juan. Es otra cosa. Es… palabra de Lorca.