Peter Brook es un caso de magisterio indiscutible, clave de bóveda del teatro de la segunda mitad del siglo XX hasta ayer, cuando falleció en París a la edad de 97 años. Ha tenido una vida longeva, nació en 1925 en Londres y ha disfrutado de una senectud activa hasta su final. El año pasado apareció en Barcelona en silla de ruedas para presentar su última producción, Tempest Project, nueva giro de tuerca a La tempestad de Shakespeare que, curiosamente, también fue la última obra del bardo.
Para quienes no hemos podido seguirle desde sus inicios y asistir a las primeras producciones que hizo de Shakespeare y con las que rompió con la acartonada manera de representarlo, no hay nada mejor que leer sus memorias, Threads of Time (Hilos del tiempo), publicadas en 1998 (Methuen Drama) y traducidas poco después en nuestro país por Siruela. En ellas Brook explica que hasta los años sesenta “nuestro propio teatro de Shakespeare se representaba cómodamente para turistas de modo tranquilizador, pero en muchos de nosotros existía una tenaz sospecha de que aquello distaba mucho del atrevimiento de la era isabelina, con su apasionada investigación de la experiencia individual y social y su sentido metafísico del terror y la sorpresa".
Y eso fue lo que se propuso: revisar Rey Lear, Hamlet, La tempestad, Medida por medida... en la época en la que dirigió junto con Peter Hall la Royal Shakespeare Company, a finales de la década de los sesenta. Y lo hizo de la mano de grandes figuras como Laurence Olivier o Paul Scofield. Antes, con apenas 22 años, ya había querido desempolvar la ópera y romper con la tradición, cuando se convirtió en director de producción del Covent Garden, donde se estrenó con Boris Gudonov.
Es la década de los cincuenta Brook tiene conocimiento de un personaje que tendrá una influencia decisiva en su pensamiento y en su vida, George Ivanovitch Gurddjietf, personaje esotérico que le abre un camino espiritual al que llega a través de Jean Hearp. También se encuentra con Bertolt Brecht en Berlín —“era elocuente y ameno, pero yo no me quedé nada convencido. Para mí el escenario seguía siendo el mundo de ilusión que había amado desde la niñez”.
Y con muchas otras figuras fundamentales del mundo de la escena de Londres, Nueva York y París, plazas por donde el director se conducía con una ajetreada actividad pasando del teatro comercial al teatro público con naturalidad. En estos tiempos también viaja por primera vez a nuestro país con su mujer, la actriz Natasha Parry, instalándose en un pueblecito de la costa Brava, Tamariu.
El espacio vacío
Estas memorias de Brook, escritas en un estilo fresco y ameno, que nos seducen por sus nada dogmáticas ideas sobre la vida y el oficio al hilo de las sesenta producciones que había dirigido cuando las publicó, son muy posteriores al libro de referencia en el que sintetiza su pensamiento artístico: El espacio vacío, publicado en 1968, y en el que recoge sus aportaciones escénicas. Comienza así: “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral”. En realidad, muchos siglos antes Lope de Vega ya lo había expresado con palabras similares: “Dadme cuatro bastidores, cuatro tableros, dos actores y una pasión”.
Lo que resulta novedoso en Brook es cómo entiende el teatro como espacio poético y de expresión de lo invisible, como metáfora de lo humano, pero también de diversión o juego lúdico y lugar para la investigación artística. Brook reflexiona desde su experiencia sobre las distintas formas de teatro que conviven, se mezclan o coexisten (teatro mortal, teatro sagrado, teatro tosco, teatro inmediato). En la práctica, sus ideas se traducen con una asombrosa simplificación de la puesta en escena.
Un espíritu crítico
Todo lo que afecta al teatro ha merecido una lúcida reflexión de su parte: el oficio del actor en primer lugar, pero también su relación con el espectador, aspectos triviales como cuánto debe durar una puesta en escena o el papel que juega el crítico de teatro (que “sirve siempre al teatro cuando acosa a la incompetencia”), asuntos metafísicos o relativos a la propia teoría de las ideas estéticas.
Para quien lea algo de su bibliografía también descubrirá su acendrado espíritu crítico, que le lleva a decir: “nuestro papel inmediato (el de los artistas de teatro y de los hombres en general) es el de examinar —y de reexaminar de manera profunda, fundamental, destructora y, nosotros lo esperamos, creadora— todas las formas por las que vivimos"
Traslado a París
En la década de los setenta Brook dio un volantazo a su carrera, dejó el teatro inglés y se trasladó a París, para crear el Centro Internacional de Creación Teatral, en colaboración con el actor y director galo Jean Louis Barrault. “En Inglaterra la experimentación artística siempre se mira con recelo, mientras que en Francia forma parte natural de la vida artística”, escribe en Hilos del tiempo.
A partir de entonces comienza una de sus etapas más fascinantes y aventureras, con viajes por Asia y África, para montar textos épicos de culturas no europeas y crear elencos internacionales con actores que le serían fieles durante muchos años (Bruce Myers, Yoshi Oida, Sotigui Kouyaté, Marcelo Magni, Nastasha Parry, Katrryn Hunter…). De nuestro país, uno de los que más tiempo ha trabajado con él es Antonio Gil.
La compañía actuaba en cualquier lugar, en plazas, calles, ruinas antiguas como las tumbas reales de Persépolis, un poblado africano… y pronto el director vio la necesidad de hacerse con un teatro que, siguiendo con su idea de la experimentación, permitiera trabajar en condiciones más cómodas. Así transformaron un viejo teatro parisino, Le Bouffes du Nord, tosco y majestuoso a la vez, en su cuartel de operaciones. El ensayo El círculo abierto, de Andre Todd y Jean Guy Lecat (Alba, 2003), analiza los entornos teatrales de Brook.
El director se asocia con Jean Claude Carrière y deciden montar la epopeya india de Mahabharata, que les llevó casi diez años de producción y que se vio en Madrid en 1985. La representación duró nueve horas. El éxito fue mayúsculo y desde entonces sus producciones se han sucedido con largas giras internacionales. Desde La conferencia de los pájaros hasta La tragedia de Hamlet (Brook ha revisitado esta obra de Shakespeare cuatro veces), pasando por sus maravillosas versiones operísticas de Carmen y La flauta mágica, a El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Tu mano en la mía (de Chéjov, que montó con Piccoli y Parry), Días felices y Fragmentos (de Beckett), Battelfield, o las más recientes que hemos podido ver en Madrid como El traje, Warum Warum o Why?, especie de testimonio artístico de Brook (con uno inconmensurables Hunter y Magni).
[Muere Peter Brook, maestro del teatro contemporáneo]
Nadie que se dedique al teatro puede escapar del influjo de Brook. Su teatro es depurado, representado por actores siempre extraordinarios, y guiado por la sencillez que, según dice, es el resultado final “de un proceso dinámico que abarca el exceso y el paulatino marchitarse del exceso”. Los actores que han trabajado con él le profesan una gran admiración. Así les hablaba: "Para los actores, ese sentido de la convicción procede de su propio sentido interno de la realidad, no de la obediencia a las ideas de un director". La generosidad era otro de los rasgos que le definían. Para ampliar más sus ideas, otro libro publicado en español es Conversaciones con Peter Brook, de Margaret Croyden (Alba, 2003).