El fenómeno de Gabriel Calderón (Montevideo, 1982) no es un caso aislado. Trabaja acompañado (y apoyado) por una generación integrada por nombres de la escena sudamericana como Sergio Blanco, Guillermo Calderón, Abel Melo, Mariano Tenconi, Gonzalo Marull, Carla Zúñiga, Manuela Infante y Leonor Courtoisie, entre otros dramaturgos y directores que están poniendo patas arriba el teatro en español.
En nuestro país, Calderón se ‘hermana’ teatralmente con Sergi Belbel, Llüisa Cunillé, Josep Maria Miró, Sanchis Sinisterra, Xavier Albertí, Rodrigo García, Mario Vega, José Luis Rivero y Angélica Liddell. De este fructífero cóctel nacen obras como Constante, adaptación de El príncipe constante, de Calderón (presentado este verano en el Festival de Almagro junto al mencionado Guillermo Calderón), Historia de un jabalí o Algo de Ricardo, éxito reciente en Madrid (pese a que lleva girando varios años por países como Argentina, Chile, Bolivia, México y Costa Rica) protagonizado por Joan Carreras, y Ana contra la muerte, título que estrenará este 19 de noviembre en el Teatro Lope de Vega de Sevilla y el 25 en La Abadía dentro de la programación del Festival de Otoño. Calderón contesta a nuestras preguntas desde la Comedia Nacional de Montevideo, institución que dirige “exigido de horas y lecturas”.
Pregunta. Clara y el abismo y ahora Ana contra la muerte... ¿Hay conexión entre sus obras? ¿Es la mujer ese punto de encuentro?
Respuesta. Las mujeres son esenciales para mí. Implican un desplazamiento que me obliga a pensarme en otro cuerpo. Siempre me han interesado más las mujeres como arquetipos de personajes, pues las vinculo con intensidades y fuerzas que siempre espero ver en la obra. ¿Esto quiere decir que no las hay en los hombres? No, simplemente que me resulta más fácil apoyarme en arquetipos femeninos para reflexionar sobre el mundo y el teatro.
“Hacemos teatro porque queremos vivir roles que nunca nos serán dados, como reyes, asesinos, hadas...”
P. ¿Cómo asumen esos arquetipos Gabriela Iribarren, Marisa Betancur y María Mendive, las protagonistas de la obra?
R. A través de su fuerza. Fue como bailar con un volcán, con un tornado, con un tsunami... Tienen una energía teatral inusitada. Suelo ensayar de ocho a diez horas. Con ellas, nunca más de dos. Salía enérgicamente exhausto. Sabía que solo podía escribir esta obra si ellas aceptaban.
P. ¿Qué hay de personal en Ana contra la muerte?
R. Bueno, yo había perdido a mi hermana hacía poco más de un año cuando comencé la escritura. El dolor de esa ausencia y la rebeldía que me provocaba sentir algo muy injusto pero inevitable fueron y son aún el motor de ese trabajo. Cuidé mucho que la obra no contara mi vida pero sentí la responsabilidad de poner todo mi asco y mi dolor al servicio del teatro.
P. ¿De qué forma se siente ese “dolor” y ese “asco” en la puesta en escena?
R. El desafío fue escribir diálogos difíciles. Los había clasificado en diálogos impertinentes, inconvenientes e imposibles. Me surgió la idea de que si la vida de una persona solo fuese contada o conocida por los diálogos difíciles que tuvo mientras vivió sería una narrativa parcial (como toda narrativa), pero manifestaría algunos rasgos singulares de esa vida que merecerían la pena ser contados. Luego apareció en la prensa la historia de una mujer que estaba presa por haber intentado pasar droga para salvar a su hijo de cáncer, y allí comenzó la fabulación que desembocó en la historia final.
P. ¿Calificaría la obra de existencialista?
R. El montaje presupone un poder máximo de existencia desde el momento en el que el personaje protagonista se propone cosas como “encontrar las palabras que avergüencen a Dios”. El poder de dar vida y de quitarla a través de la palabra. El poder del verbo para influir sobre las emociones y el tiempo.
En los trabajos de Gabriel Calderón se perciben referentes de enorme fuerza, como La vuelta al desierto, de Bernard-Marie Koltès –“una catedral de la dramaturgia donde se encuentran todos los elementos que me apasionan, desde la política a la historia, pasando por la fantasía y la familia”– y Ritter, Dene, Voss o los dramolettes de Thomas Bernhard, “una muestra de valentía, de fuerza sobrehumana y de calidad literaria casi inalcanzable”.
P. ¿Entiende su teatro como una indagación en los rincones de la ambición humana?
R. Creo que si hacemos teatro es porque tenemos ambiciones. Porque no nos conforma la vida, porque queremos re-presentarla, volverla a vivir, incluso vivir los roles que nunca nos serán dados en esta vida: reyes, asesinos, hadas... La ambición es profundamente teatral, por eso la deformidad, la hipocresía y el acting de Ricardo III hablan mucho del teatro y de la vida. La pandemia nos ha demostrado que lo virtual no nos alcanza para vivir. Por eso hemos salido como locos a encontrarnos, a tocarnos y a respirar. ¿Puede haber algo más teatral que eso?