El padre del amante de Oscar Wilde, el marqués de Queensberry, que lo tenía enfilado por ‘corromper’ a su vástago, no pudo reventar el estreno de La importancia de llamarse Ernesto en el St. Jame’s Theatre de Londres. Tenía previsto lanzar verdura podrida al final de la representación pero Wilde y su troupe consiguieron abortar el plan.
El éxito, pues, no encontró barreras para consumarse en aquella representación original durante una gélida tarde de San Valentín del año 1895. La última pieza teatral de Wilde, una brillante impugnación de la doblez en la moral victoriana, no pararía de crecer en popularidad. Hoy, de hecho, es su título más conocido y el mejor valorado dentro de su quehacer dramatúrgico.
Sin embargo, solo tres meses después de aquel sonado triunfo, el escritor británico de origen irlandés sería brutalmente represaliado por la hipocresía social que había zaherido sobre las tablas. La denuncia por calumnias que presentó ante la justicia contra el enconado marqués se le revolvió como un boomerang traicionero. Desde la cima de la fama artística se despeñó al fondo de la oscura sima del penal de Reading. Gross indecency. Ese fue el cargo que justificó la condena. Algo así como grave indecencia. El libérrimo y extravagante escritor caía en la trampa que le había tendido su época.
[La importancia de llamarse Oscar Wilde: Todos matamos lo que amamos]
La amoralidad del arte que alegaba Wilde para blindarse ante los biempensantes que finalmente lo enclaustraron no puede tener más vigencia en estos tiempos de puritanismos varios. David Selvas lo tuvo muy en cuenta cuando moldeó su versión, que ahora (19 de enero) llega al Teatro Español después de estar tres temporadas en la cartelera barcelonesa (tras su estreno en el Teatre Nacional de Catalunya, se empadronó en el Poliorama) y recoger allí una buena cosecha de premios. “A mí La importancia de llamarse Ernesto me parece la síntesis perfecta de un argumento con una crítica social”, apunta a El Cultural.
“La importancia...' es la síntesis perfecta de un argumento con una crítica social”, dice David Selvas
Un comentario que hace pensar en todas esas obras cuyas intenciones ideológicas, mal destiladas en las tramas, lastran su vuelo literario. Lejos de este problema habitual, agravado con la eclosión del teatro documental, Wilde entreteje sus invectivas en unos diálogos chispeantes. O burbujeantes, para seguir la metáfora con que Borges la describió. Decía, en efecto, que era “la única comedia del mundo con sabor a champán”.
Una afirmación que suscribe Selvas: “Yo creo que ese sabor se lo otorga el hecho de ser un artificio que funciona como un traje a medida para una escenificación teatral, con sus distintos niveles de lectura, tan eficaces e inteligentes. Con La importancia… ocurre como con personajes como Falstaff, que necesitan de la existencia del teatro. El cine, por ejemplo, no lo aguantaría”.
El artificio lo pone en marcha la doble vida que se construye el personaje principal, un burgués acaudalado que posee una suntuosa casa de campo. En este entorno se llama Jack Worthing. Pero para poder echar sus canitas al aire en la metrópolis londinense se pone una máscara diferente, la de Ernesto. El primero es un tipo cabal y anodino; el segundo, un bon vivant inconsecuente y cínico, movido por el hedonismo.
Dos arquetipos que terminan confundiéndose en el vodevil de identidades que confecciona con precisas simetrías Wilde, que, para algunos estudiosos, abrió con esta obra la puerta del teatro del absurdo, aparte de obligar a los espectadores a preguntarse si la vida que llevaban no era más que una farsa moldeada por la mirada ajena.
Selvas también llama la atención sobre la pulsión de muerte que hay en el corazón de esta comedia. “Todo parte en realidad de una tragedia: que el protagonista [encontrado cuando era bebé en un maletín descuidado en la Estación Victoria de Londres] desconoce sus orígenes. Esto es lo que nos emociona”.
Esa desventaja que supone la falta de asideros identitarios revela su crudeza cuando pide la mano de Gwendolen y la madre de esta, Lady Bracknell, a su vez, le exige a él credenciales fundadas en su linaje. Entonces el casi cuarentón, que estaba dispuesto a acabar el desdoblamiento de personalidades y sentar la cabeza, topa con su drama.
El montaje llega a Madrid solo con una parte del elenco que lo defendió en Cataluña: Paula Malia, Gemma Brió y Paula Jornet, que además de encarnar a Cecilia, joven tutelada por Jack/Ernesto, compuso varias canciones a partir de las cartas que esta despierta muchacha había escrito al hermano imaginario de su tutor, también llamado Ernesto (el protagonista se lo inventa para tener una excusa perenne con la que escaparse a Londres cuando le plazca). A ellos ahora se suman Pablo Rivero, María Pujalte, Ferran Vilajosana y Albert Triola. Los siete se mueven por una exuberante y florida escenografía de estética retropop, inspirada en Wes Anderson.
La canciones, por cierto, arriman la puesta en escena a un musical de una ligereza centelleante a lo La La Land. En fin, ingredientes más que apetitosos con los que han cuajado esta comedia frívola para gente seria.