Cuando en 2010 Fiona Shaw presentó su dramatización de La tierra baldía, la crítica de The Guardian escribió que aquello recordaba a Sarah Kane. No es una comparación caprichosa dado que, como explica Viorica Patea en su introducción a una de las obras del Teatro completo de T. S. Eliot, que ahora presenta Visor, “los primeros poemas de Eliot (1888-1965) (…) pueden ser interpretados como fragmentos de una obra teatral que reflejara el escenario interior de los muchos registros de la psique”.
Dicho de otro modo: Eliot era teatral incluso cuando escribía poesía, y por tanto su encuentro con la escritura dramática resultaba inevitable. El fruto de ese cruce puede apreciarse en el interesantísimo volumen de Visor, sin duda el mayor esfuerzo editorial que se ha hecho en nuestro país para colocar en su sitio teatral al autor de los Cuatro cuartetos.
Que Eliot escribió para la escena era sabido; conocíamos aquella lejana traducción de El cóctel en el Teatro inglés contemporáneo de la editorial Aguilar, así como las diversas ediciones de Asesinato en la catedral disponibles en nuestro idioma.
Pero lo que hay en estas páginas no es un coqueteo superficial y en última instancia irrelevante con el drama, sino material suficiente como para incluir al poeta de pleno derecho entre los autores teatrales importantes de su época.
El teatro de Eliot es raro. Recordemos que lo que entonces triunfaba en la escena británica eran las comedias brillantes y venenosas de Noel Coward o los dramas sublimes de Terence Rattigan. Su inspiración dramatúrgica proviene del teatro medieval y de las tragedias griegas. Huyendo del naturalismo, sus personajes se expresan en un verso irregular y en monólogos misteriosos que por una parte nos llevan al pasado pero por otro nos proyectan hacia el teatro más moderno.
El tema esencial de sus obras es la resacralización del mundo, lo cual no debería extrañarnos en el autor que recuperó el mito del Grial para la poesía moderna
El tema esencial de sus obras es el de la resacralización del mundo, lo cual no debería extrañarnos en el autor que recuperó el mito del Grial para la poesía moderna. En La piedra, que es un puro auto sacramental, asistimos a la construcción de una iglesia a lo largo del tiempo y del espacio. En Asesinato en la catedral se nos detalla el sacrílego asesinato de Tomás Becket en Canterbury. En Reunión familiar, un hombre que se considera responsable de la muerte de su esposa regresa al hogar familiar en busca de expiación.
Incluso en El cóctel, que empieza como una comedia sofisticada a lo Coward, la historia se desvía enseguida de forma insólita hacia la crisis espiritual, mientras que en El secretario particular y Un político venerable, que parecen transitar por el mundo de Oscar Wilde, sucede lo mismo.
Si hay que buscar algo remotamente parecido a esto, me parece que sólo lo encontraríamos en la obra de Paul Claudel, que, siendo un autor tan radicalmente diferente en tantos aspectos, es también poeta y autor de un teatro místico donde la belleza extrema del lenguaje importa más que la trama argumental. A ver qué hacemos ahora, en plena resaca posmoderna, con las obras de este libro. Como dice uno de los personajes de El cóctel, “es algo muy serio resucitar a alguien de entre los muertos”.