Decía Juan Mayorga en su discurso de ingreso en la RAE (el que luego convertiría, de la mano de Blanca Portillo, en el monólogo Silencio) que él era un trapero de frases. Que, por ejemplo, siempre viajaba en el metro o aguardaba en la sala de espera de los centros médicos con el oído bien abierto, y que de ahí, de esas escuchas, había salido mucha materia inspiradora para sus obras. Algo así le ocurrió mientras veía a su hija jugar al baloncesto. El padre de otra joven, portero, le contó que le había recomendado a una anciana que vivía sola en su finca que añadiera algún nombre más en el letrerito de su buzón, a modo de advertencia disuasoria para potenciales delincuentes. El último Premio Princesa de de Asturias de las Letras empezó, a partir de ese dato, una nueva trama, la de María Luisa, obra que podremos ver a partir del día 20 en el Teatro de la Abadía.
[Mayorga, un magisterio luminoso. Por Alberto Conejero]
“Aquel comentario de grada de mi amigo me impresionó y me dio que pensar. Pensé en la vulnerabilidad de esas personas mayores, y en la soledad en que pasan muchas de sus horas”, apunta a El Cultural Mayorga. Pero aclara que no buscaba confeccionar una parábola genérica sobre la senectud y sus cuitas. Nada más lejos de su intención. “No es una obra sobre la ancianidad, sino sobre un ser humano con nombre propio. Por eso, no se titula La ancianidad o La vejez, sino María Luisa. Sucede, eso sí, que María Luisa tiene que ver con gente mayor que conozco, y que quizá haya quienes, al verla en escena, piensen en otras personas mayores que conocen, o en sí mismos si ya son mayores, o en cómo serán ellos dentro de unos años. La ancianidad es uno de los temas de la obra, junto a la soledad, la imaginación, el deseo y las ganas de bailar”.
La imaginación y el deseo, ciertamente, se entrecruzan en la mente de esta mujer que no claudica en el crepúsculo de su existencia ante una predecible rutina sin intensas emociones. Ella le dice a su portero que incluya dos nombres masculinos. No comunes precisamente: Emerson Azzopardi y Benito Beckenbauer. La treta contra los cacos, sin embargo, no se queda restringida a la cartela del buzón. María Luisa, en su rebelde magín, insufla vida ‘real’ a ambos. El primero, de origen maltés, es un poeta ultradiletante que solo se expresa en verso (“Nunca hablaré porque me sea útil”, dice). El segundo es una especie de general en la reserva borrachín y bravucón que conjetura con culminar un golpe de Estado.
Entre ambos se debate María Luisa, hasta que irrumpe ‘el tercer hombre’, el prosaico Juan Olmedo, “un señor de aquí, de los de toda la vida, de los que ya no hay, muy caballero”, como lo describe la propia María Luisa. “Los tres fueron llegando a mi imaginación tan naturalmente como a la casa de María Luisa. No intenté presentar tres tipos, solo presté atención a los deseos de ella”. Mayorga defiende a ultranza el potencial fabulador de su protagonista, encarnada por Lola Casamayor, a la que acompañan Juan Codina, Paco Ochoa, Juan Paños, Marisol Rolandi y Juan Vinuesa. “Un día, en la Academia, pregunté a mi genial amigo Luis Mateo Díez: ‘¿Tú qué piensas de la realidad?’. Él me contestó: ‘Que hay demasiada’. Tiene más razón que un santo. Hay demasiada realidad, sobre todo hay demasiada realidad fea, pequeñaja y tristona. María Luisa es una mujer muy imaginativa y, gracias a eso, su realidad se ensancha y se ahonda. A cambio, claro, pasa algunos peligros. Por ejemplo, puede distraerse y cruzar con el semáforo en rojo”
Otras vidas posibles
La obra, de hecho, vira en sus primeros compases de un realismo costumbrista a la fantasía, el suspense y el surrealismo. Un giro que remite a El mago, pieza con molde de sitcom que Mayorga estrenó en 2015. El actual director de La Abadía reivindica también su conexión con El jardín quemado, Cartas de amor a Stalin, El chico de la última fila y Reikiavik. “En ellas son fundamentales esas otras vidas posibles que los personajes se cuentan y a las que se entregan con pasión aventurera. Como el ingenioso hidalgo, esos personajes cuentistas y aventureros miran el mundo y no se conforman con lo que casi todos ven”. De hecho, hay un momento en que María Luisa se ‘envicia’ con el truco del buzón y empieza a disparar nombres de marinos mercantes, boxeadores, falsificadores de cuadros, escaladores, arqueólogos... Todos ellos representan la posibilidad de una fuga, de un estimulante extravío.
Mayorga también evidencia con María Luisa el ciclo circular (e impepinable) de la infantilización del anciano, que recupera la mirada inocente. “He escrito sobre niños (Hamelin, El elefante ha ocupado la catedral) y sobre adolescentes (El chico de la última fila, El arte de la entrevista). En esas edades, en que todo parece más peligroso, se toca el mundo con la yema de los dedos. Creo que María Luisa regresa a ambas emociones”, explica el académico de la RAE, que lamenta que en nuestra sociedad “todos sabemos hoy de personas mayores, en nuestra familia o entre nuestros conocidos, que no solo viven solas, sino que están muy solas”.
Como viene haciendo desde La lengua en pedazos (2013), Mayorga se ha ocupado de dar forma sobre las tablas a su propio texto. Dirigir, para él, es como “escribir en el espacio y en el tiempo”. Aquí, afirma, se ha ceñido a “acompañar a sus talentosos y generosos” actores. “Siendo extravagantes los personajes y las situaciones de la obra, hemos intentado ponerla en pie desde el realismo o, mejor dicho, desde la normalidad en que todo lo vive María Luisa. También es su mirada, ingenua y apasionada, la que nos ha guiado al construir el espacio escénico, el vestuario, la música y la iluminación”.