Elfriede Jelinek, ganadora del Nobel de Literatura de 2004, se las tiene tiesas con sus compatriotas, sobre todo con los de querencias conservadoras y biempensantes. En la prensa austriaca se le han dedicado epítetos significativos del rechazo que despierta. Pornográfica, por ejemplo. O degenerada, que irremisiblemente remite a la fetua promulgada por el nazismo contra el arte que rompía los moldes clásicos, desde los pentagramas dodecafónicos de Schönberg al expresionismo pictórico de Georg Grosz.
La batalla de esta escritora prolonga la de otro colega austriaco, Thomas Bernhard, con quien comparte el desdén hacia una sociedad que los señala como especímenes díscolos a los que hay que arrinconar. En esa tradición se inscribe su dramaturgia, apenas trabajada en España, por lo que la versión de El viaje de invierno que escenificará Magda Puyo a partir del 2 de noviembre en La Abadía es un reclamo de interés en la cartelera madrileña, después de que ya se viera en la barcelonesa (Sala Beckett).
La pieza está inspirada en el Viaje de invierno de Franz Schubert, partitura que acabaría siendo el testamento del compositor vienés, fallecido tan prematuramente: tenía solo 31 años. De la enorme sensibilidad de Jelinek por la música da cuenta la oscarizada cinta La pianista, alumbrada por Michael Haneke sobre las bases de la novela homónima de Jelinek. Ella misma toca el piano. “Creo que cuando escribe en el ordenador (he visto imágenes de cómo lo hace en un documental) no está escribiendo, está tocando el piano, sus manos van tan rápidas como su mente, es un río desbocado de palabras, pero suenan a música. Es una dificultad para los actores, pero a la vez es un gusto jugar a interpretarlo. En las palabras también está Schubert”, apunta a El Cultural Puyó.
[Jelinek ante la voz de los refugiados]
El documental al que se refiere, por cierto, es Elfriede Jelinek, el lenguaje desatado, que se proyectará el próximo viernes 3 de noviembre en la Sala Berlanga de la SGAE, dentro del Festival de Cine Hecho por Mujeres. Dirigido por Claudia Miller, repasa la trayectoria de una autora que, más allá de pornográfica y degenerada, ha sido también tildada de niña prodigio deslumbrante, terrorista del lenguaje, contestataria comunista, traidora a la maternidad… Son algunas de las expresiones (estigmas) que le han ido estampando a medida que se iba haciendo un nombre en las letras germanas. Más concretamente, la película refleja su incendiaria y contradictoria relación con las palabras.
Puyó, que se ha ocupado de, en primera instancia, traducir el texto y, en segunda, de adaptarlo, una tarea nada sencilla con Jelinek entre manos. “En realidad, toda traducción tiene algo de adaptación, pero con ella se agudiza bastante. Su prosa está llena de juegos de palabras, frases hechas, polisemias, citas sueltas de textos filosóficos o literarios que conforman un lenguaje muy singular y personal. Por otro lado, el nivel de ironía y humor todavía hace más complejos los significados”. La regista catalana aclara que Jelinek, nada proclive a la melancolía, “apuesta aquí por la ironía y el distanciamiento brechtiano”.
Aunque el universo melancólico erigido por Schubert sobre los poemas de Wilhelm Müller la acaba atrapando, “mal que le pese”. Es una deriva que se debe a que Jelinek se trae a Schubert a sus dominios íntimos: algunos pasajes se mimetizan con experiencias dolientes dentro de su propia familia. La dramaturga austriaca representa al caminante que, al final de su existencia, se despide de su amada (su madre y ella misma) como si fuera su propio padre. Un aguijonazo biográfico en la médula del dolor y la locura. “Lo abandonaron en un sanatorio con una grave enfermedad mental, una decisión que todavía la persigue”, señala Puyo, poniendo el dedo en la llaga.
El texto está también constantemente veteado por frases y citas ajenas: Heidegger,Goethe, Bataille, Arendt y, por supuesto, Müller. “Jelinek se dice a sí misma que hace textos de ‘segunda y tercera mano’”. Es una materia prima poética y filosófica que enriquece el menú dramatúrgico, estructurado por siete capítulos que opera como cuadros no hilvanados por una progresión dramática aristotélica, con su planteamiento, desarrollo y desenlace. La música la ha compuesto Clara Peya, inspirada en el crepuscular ciclo liederístico de Schubert. Es alumbrada en directo por un piano, un sintetizador y una caja de ritmos, pautando el movimiento del elenco (Laia Alberch, Pepo Blasco, Rosa Cadafalch, Bru Ferri y Encarni Sánchez) sobre una superficie de hielo.
“Por supuesto, no es teatro comercial, es teatro de ideas, pero también de emociones. Jelinek no crea diálogos, ni personajes con caracteres definidos. Considera que son voces, amplificadoras de su lengua. Pero a la vez nos habla de cuestiones absolutamente cercanas, simplemente hay que tener alguna inquietud que vaya más allá de lo que ya ves en televisión, por poner un ejemplo”, concluye Puyó, reivindicativa.