Carabanchel. 16 horas. Miren Iza (San Sebastián, 1979) y María Velasco (Burgos, 1984), todavía no han almorzado. Llevan perfilando toda la mañana Amadora, montaje inclasificable a caballo entre el concierto y la puesta en escena teatral con el dolor de las mujeres en su núcleo duro. El estómago vacío las encamina a un bar cercano de la sala de ensayo para consumar la entrevista allí mientras pican algo. Así que, entre mordiscos espaciados a las croquetas, enhebran una jugosa conversación veteada con referencias a Lacan, Sylvia Plath, Ulrike Meinhof…
Pregunta. ¿Cómo se conocieron, en qué circunstancias?
María Velasco. Pues ligamos por Instagram, en 2022. [Risas]
Miren Iza. Sí, hice entonces una lectura intensiva de María. Tenía la idea, no muy perfilada, de llevar a escena el tema del dolor de las mujeres y me hablaron de María. Al leerla, vi que su lenguaje podía extender el disco que estaba componiendo. Notaba que había algo en común muy fuerte.
M. V. Y posteaste un pequeño vídeo muy poético con mi libro Parte de lesiones. Fue muy emocionante porque yo había empezado a escucharla en 2015. Me la descubrió un exnovio.
M. I. En ese libro percibí a una hermana que se atrevía a ir todavía más allá. Una voz muy atrevida, muy punki.
P. El suyo es un espectáculo híbrido, difícil de etiquetar.
M. V. Sí, porque Miren no quería que fuera un concierto sino una puesta en escena, Había que buscar entonces una relación de la textualidad con la imagen y lo sonoro. Desde el principio, creí que el cruce daría algo interesante, sin embargo, el tema me me amedrentaba.
P. ¿Por qué?
M. V. En mi obra sí había abordado la relación con el padre pero no con la madre, con la sombra alargada de esta. Quería tratar cómo su rol de cuidadora se confunde con un instinto natural.
M. I. Y el dolor que se deriva de eso, que está un poco orillado. Es un grito que se queda atascado en los músculos de las mujeres, como dice Carme Valls Llobet, por seguir esa orden de santidad. María lo llevó todo esto a la relación con su madre.
M. V. Sí, porque yo siempre necesito metabolizar los proyectos desde lo personal, si no, no sé implicarme. Me interesaba mucho también lo que dice Silvia Federici, la activista marxista: “Mientras nosotras amábamos, ellos hacían política”. Y la teoría de la matrofobia en la literatura, que argumenta que el deseo de lo artístico nace de la necesidad de desmarcarse de lo que representa tu madre.
P. Es curioso esto porque hay una frase en Amadora que subraya la sensación de que a partir de los 30 una empieza a constatar con claridad cuánto se parece una a su madre.
M. V. Pues sí, yo intenté hacer una vida radicalmente opuesta, cortar casi el cordón umbilical con los dientes, pero luego te miras al espejo y descubres lo fuerte que es la herencia. Lo mejor es aceptarlo.
P. ¿Y este trabajo les ha servido para eso?
M. V. Mucho, para mirar a sus ojos y entender sus elecciones en la vida, en una vida dedicada al hogar y los otros.
M. I. Aquí diferimos un poco, porque mi madre trabajaba fuera de casa, pero también me identifico con lo que dice María y con lo que cuenta Blanca Lacasa en Las hijas horribles, con ese señalamiento social de las relaciones madre-hija como imposibles, algo que le ha interesado al sistema para evitar que tuvieran conversaciones honestas entre ellas.
Letras de ida y vuelta
P. Volviendo a la carpintería de Amadora, una duda: ¿en el disco hay letras que son de María?
M. V. No, pero sí diría que hay una contaminación. Hay animales que están en sus canciones y pasan la frontera de los acordes y llegan al texto.
P. Usted, Miren, colaboró con Lucía Carballal en Las bárbaras, una obra que, curiosamente, tiene paralelismos evidentes con Amadora, en la cuestión femenina y generacional. ¿Fue ahí cuando le picó el gusanillo del teatro?
M. I. Me sentí muy feliz en los ensayos, y, sí, quizá eso me hizo pensar que no era tan descabellado hacer algo en la escena. De las similitudes me he dado cuenta después. Es raro porque, además, también yo, la que canta, tengo de nuevo una presencia fantasmal, en otra dimensión.
P. Podría decirse que la psiquiatría también les une.
M. V. [Risas] Me encanta... “nos une”. Sí, sí, yo como paciente y ella como profesional [Miren ejerce como psisquiatra].
P. Bueno, lo decía por sus inmersiones en trastornos psiquiátricos en obras como Suite TOC núm. 6, aunque, la verdad, esas inmersiones son consustanciales a la labor de cualquier artista.
M. V. Creo que sí: hay que ir más allá de las representaciones inocuas, hay que mancharse y saber salir ilesa.
P. Hay psiquiatras que recomiendan no meter el palito hasta el fondo del estanque, por no enturbiar las aguas.
M. I. Nosotros no somos de esas [Risas].
M. V. El cuídate a ti mismo es importante pero el conó-
cete a ti mismo también. Y, además, las pastillas no te dan conversación.
P. ¿Y la solución para que la mujer de hoy se libere del lastre cultural del síndrome de Wendy es que reniegue de los cuidados, que no se haga cargo de su entorno? ¿No es una propuesta que conduce a la construcción de una feminidad individualista y ególatra?
M. V. Es que para cuidar hay que cuidarse. Se puede cuidar sin sacrificio, sin abnegación, o al menos controlar la dosis de estas, porque mi madre ofrecía la yugular.
M. I. Claro, y eso no te hace una psicópata. Simplemente eres más consciente para identificar en qué quieres involucrarte. Pero el sistema se resiste a que la cuidadora deje de cuidar.
P. ¿Y en qué punto creen que estamos, tras el empuje último del feminismo?
M. I. Es una gran pregunta, porque yo ahora veo a muchas mujeres más jóvenes que trabajan fuera de casa pero dentro siguen comportándose conforme a la herencia ancestral, el mandato de ser el último sostén de todo.
M. V. Ahora incurrimos en la autoexplotación: ya ni se necesita el imperativo social.
M. I. Ahora debemos ser santas, jóvenes y autónomas. [Risas, aunque con un poso amargo].