Un nómada constante del teatro, que ya de por sí es una actividad errante por naturaleza, pero Declan Donnellan (Mánchester, 1953) acentúa ese carácter con su ubicuidad incesante. Su compañía, Cheek by Jowl, fundada en 1981 junto a su cómplice más fiel, el escenógrafo Nick Ormerod, es una marca global que no para de cocinar montajes por toda Europa. Francia, Rusia, España…
Aquí se confabuló hace un año nada menos que con la Compañía Nacional de Teatro Clásico para atreverse con La vida es sueño de Calderón de la Barca. El resultado, que generó opiniones dispares en la crítica, no dejó de ser una visión sugerente, fresca y fundamentada del sacrosanto título áureo.
En este 2024 lo tendremos en España de nuevo (en los Teatros del Canal desde hoy), como casi todos los años, circunstancia feliz para sus numerosos seguidores aquí, que gozan a fondo de su capacidad para bucear en las esencias de textos canónicos para luego montarlos con una irreverencia contemporánea, con gozosos números musicales y con códigos estéticos actuales, ya sean los de un reality show o de la publicidad. Donnellan es un artista omnívoro en este sentido.
[Donnellan marca su flow en La vida es sueño]
Su túrmix ha demostrado su eficacia con Shakespeare, con el que dice tener una relación paranormal: siente que, a veces, en los ensayos, le coge del brazo y le indica el camino a seguir. Aunque el regista británico ha acreditado también su maestría más allá de los límites del bardo de Stratford-upon-Avon, como hizo con aquella magistral versión de 'Tis Pity She’s a Whore (Lástima que sea una puta) de John Ford, coetáneo de Shakespeare.
No viene Donnellan esta vez para ponerse al frente de una troupe española sino para mostrar el Edipo Rey de Sófocles manufacturado con el elenco de Teatrul National Marin Sorescu, de Craiova, Rumanía, en otra de sus ‘excursiones docentes’, que prueba lo solicitado que está para encabezar proyectos escénicos.
Allí en Rumanía decidió adentrarse en una de las tragedias griegas intemporales. “Aunque fue escrita hace dos mil años, no caduca porque aborda aspectos clave de la naturaleza humana, y esta no cambia con el tiempo. Por otro lado, no creo que Sófocles la escribiese para dar lecciones de nada. Los grandes escritores no escriben para eso, lo que buscan es simplemente compartir sus sentimientos con otras personas”.
Edipo Rey es una pieza que se trajo mucho a colación durante la pandemia, por la peste que asola Tebas, el contexto purulento en el que se desarrolla su trama. Una maldición que debe conjurar su monarca. Para saber cuál es su origen, Edipo ordena a su cuñado Creonte que inquiera al iluminador oráculo de Delfos, movimiento que – resumiendo mucho– desencadenará una revelación terrorífica para el propio Edipo: tomará conciencia del hecho terrible de haber asesinado a su padre, Layo, abusador de menores, delito por el que es condenado por los dioses a morir por mano de su vástago (Edipo, el pobre, ya al nacer estaba predestinado a perpetrar el parricidio). Por si fuera poca conmoción, caerá asimismo en la cuenta de que ha tenido cuatro hijos con su madre, Yocasta.
Donnellan incide en que esta historia cruenta de dioses y monarcas está mucho más cercana a la cotidianidad anónima de los espectadores de lo que a priori pueda parecer. “De entrada, puede verse como una pintura exótica, pero, tras un examen más detenido, una buena tragedia resulta ser un espejo. El proceso puede recordarnos que tan pronto como señalemos con el dedo a alguien, encontraremos que escondidos en nuestra palma tenemos otros tres dedos que nos apuntan directamente. Edipo hace precisamente eso cuando declara que encontrará, castigará y humillará al asesino de su padre. Pero el criminal es él mismo”.
Una paradoja sobre la culpa que deviene catártica. Así lo puede interpretar todo buen entendedor: cuidado con las sentencias precipitadas y los prejuicios asentandos sin pruebas definitivas. “Porque ¿qué es la verdad? Podemos tener muchas opiniones al respecto. Diría a los que les chocase esta afirmación: bienvenidos al ser humano. Por eso no le veo sentido a ese juramento por el que se exige en los tribunales decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, porque lo máximo que se puede prometer es contar los hechos, o más precisamente, tu versión de los hechos. Y prometer que no vas a intentar engañar o confundir”, razona Donnellan, que, para pergeñar esta producción también se acuerda de Sócrates y la reminiscencia: lo de que aprender no es más que descubrir lo que uno ya tiene dentro.
Aunque, como dijimos, la terrible historia de Edipo tiene un potencial catártico y aleccionador palmario, Donnellan porfía con Aristóteles: “No creo mucho en su teoría de que la tragedia, el arte en general, ha de tener un propósito concreto. Yo solo creo que nos hace sentir menos solos”.
El director inglés, que aquí presenta la caja escénica en su más amplia diafanidad e incorpora al público como si fuese el coro, siempre sabe rodearse de talento. En Rumanía, un país en el que no es un paracaidista (afirma que lo conoció a fondo ya en tiempos de Ceausescu, cuyo ominoso recuerdo, por cierto, resuena en este Edipo rey), se siente muy bien.
“Los rumanos tienen una cultura teatral fantástica. El comunismo tuvo muchas cosas horribles pero también alguna buena. Entre ellas, una aproximación seria de la sociedad a las artes y la idea de que estas deben estar al alcance de todos. En aquellos tiempos se construyeron teatros en muchas ciudades pero también en pueblos”.