A medida que se iba acercando el año 1000, hasta los más descreídos pensaron que podía ser un buen momento para poner un poco de orden en sus vidas y sus haciendas, por si tenían razón -que parecían tenerla- los que pronosticaban el fin del mundo para esa fecha. Incluso la Iglesia, que no parecía muy convencida de la idoneidad de los pontífices elegidos hasta ese momento, decidió tras la muerte de Gregorio V, en febrero de 999, que era el momento de elegir para el trono romano a una persona culta, “que fuese presentable si nuestro Señor Jesucristo viniese a juzgarnos personalmente”.
Así llegó a papa Gerberto de Aurillac, físico, astrónomo, matemático, versado en árabe y lenguas clásicas, y algunos dicen que brujo. Para su coronación tomó el nombre de Silvestre II, y harto a más no poder de utilizar los números romanos, absolutamente imposibles para sus cálculos matemáticos, aprovechó su condición de cabeza de la Iglesia para decir que el Espíritu Santo le había ordenado abandonarlos en favor de los números arábigos y difundir el cero, que hasta entonces no se conocía. El impulso que esto supuso para la ciencia y el conocimiento es imposible de valorar en todo su alcance.
Hombre de carácter decidido, favoreció a los matemáticos, los físicos, los astrónomos y los alquimistas, y se dice que a un obispo que no sabía leer ni escribir lo mandó azotar todas las mañanas, hasta que aprendiese. Once días le llevó al buen prelado abandonar el analfabetismo, según cuentan. Silvestre introdujo el ábaco para el cálculo, el reloj, el globo terráqueo para enseñar geografía y un nuevo modelo de órgano, con más registros. Fue el inventor de las distancias entre sonidos, conocidas como tonos y semitonos. Sabía leer hebreo y tradujo personalmente el Corán al latín. Cuando lo acusaron de pactar con el diablo, respondió que servidores del diablo son los ignorantes, “porque es Satanás quien cosecha el pecado sembrando la estupidez”.
La figura de Silvestre II es una de las más curiosas en la lista de doscientos sesenta y seis papas que, desde San Pedro hasta hoy, han regido la Iglesia, y que el novelista Javier Pérez (Premio Azorín con La crin de Damocles) glosa aunando desenfado y rigor en Catálogo informal de todos los papas (Algaida). Pero lo cierto es que las jugosas curiosidades se encabalgan promiscuamente durante la lectura. En tantos años, y entre tanta gente, ha ostentado el cargo toda clase de tipos humanos, desde el pobre hombre que pasaba por allí, como Fabián, papa de 236 a 250, que fue elegido porque estando entre el público se le posó un paloma en la cabeza, a Juan XII, pontífice de 955 a 964, que fue acusado de “ordenar sacerdotes en cuadras y caballerizas, beber sin medida, celebrar misas satánicas, subastar las consagraciones episcopales, invocar a los dioses paganos jugando a las cartas, quemar pueblos y ciudades vestido de espada y armadura, castrar y matar a un cardenal y no hacerse la señal de la cruz”. Este Juan, por cierto, dicen que murió de un martillazo en la cabeza que le propinó un marido algo molesto por encontrarlo en la cama con su mujer.
Otros, en vez de por sus andanzas científicas o eróticas, se distinguieron por su condición de administradores de Roma y sus dominios, restaurando la pavimentación y los acueductos y mejorando la distribución y almacenamiento de alimentos. Este fue el caso de Pablo V, papa desde 1605 a 1621, que, según sus propias palabras, estaba menos interesado en la religión que en mejorar la vida de la gente, pues Dios ya se ocuparía de sus almas. De esa misma ralea fue también Pío II, pontífice entre 1458 y 1464, muy querido por la gente por su lucha contra la especulación en el precio de los alimentos y por excomulgar “a todo cristiano que poseyera un esclavo o participase en ese repugnante comercio”, y que dejó una larga confesión escrita de todas sus envidias, maldades y pecados, “por si a alguien se le ocurría la terrible necedad de intentar hacerlo santo”. Así se supo que era el autor de Historia de dos amantes, una conocida novela erótica, muy celebrada en su momento.
Las anécdotas papales son casi interminables: a León XII, que reinó entre 1823 y 1829, le dieron la extremaunción catorce veces y siempre revivía. Tal fue la desconfianza de los médicos, que cuando finalmente falleció, tardaron tres días en enterrarlo, por si acaso. Al papa Formoso, cabeza de la Iglesia de 891 a 896, lo desenterraron para juzgar a su cadáver en un proceso político, y no una, sino hasta tres veces, dependiendo de los cambios de gobierno. Urbano II, papa desde 1094 hasta 1099, comentó que los musulmanes gastaban mucho en naves porque no tenían que gastar en murallas, y decidió así lanzar la Primera Cruzada, “para darles qué hacer en defenderse en vez de pensar en atacar”. Y hubo uno, Clemente VII, papa entre 1523 y 1534, al que salieron tan mal todos los proyectos que emprendió que el pueblo romano, con su peculiar humor, pidió que lo hiciesen santo para que los gafes pudiesen tener un patrón. Murió tras comer una seta venenosa que él mismo había recogido en el campo.
Javier Pérez, autor ya veterano en la novela negra de trasfondo histórico, con particular querencia por la República de Weimar y los inicios del III Reich y la II Guerra Mundial, en este caso orienta su experiencia en la documentación histórica a realizar un recorrido por las vicisitudes de los dirigentes de la Iglesia, la institución más antigua de Occidente, centrándose en los aspectos más humanos y políticos, fuera de lo religioso.
Este catálogo, en el que rara vez un papa ocupa más de una página, es casi un mapa para guiarse en el laberinto de la historia occidental, desde el Imperio romano, su caída, la formación de los reinos cristianos,la casi absoluta catástrofe que supuso la irrupción del mundo islámico, el respiro del gótico, las intrigas renacentistas, la cristianización de América, la catarsis del protestantismo, las luchas políticas disfrazadas de guerras de religión, la ilustración, el laicismo de Bonaparte, las convulsiones del siglo XX, el impulso conservador de Wojtyla, hasta el actual papa Francisco, tan distinto y tan parecido a la vez a tantos otros pontífices que tuvieron que hacer malabarismos entre las distintas demandas y sensibilidades de sus fieles.
El Catálogo informal de todos los papas es fundamentalmente eso: un catálogo de equilibrismo por la cuerda floja del tiempo, con un ojo puesto en Dios, y otro en la Tierra, o en el suelo, más bien, porque el mayor de los desafíos era seguir adelante sin estrellarse. Decir dos mil años de papas es como decir dos mil años de Occidente, siguiendo siempre adelante con esa esperanza que tan bien se describe en la frase que se le atribuye a Ratzinger: “Esperemos que Dios no sea justo. Esperemos que sea misericordioso, porque como sea justo…”.