El teniente coronel de artillería danés Christian Peder Kryssing fue el extranjero que alcanzaría un rango más alto dentro del cuerpo de combate de élite de las SS durante la II Guerra Mundial. Al iniciarse la Operación Barbarroja, se alistó en el Cuerpo Franco Dinamarca (FD), una unidad de voluntarios para combatir en el Frente Oriental y de la que sería comandante hasta finales de febrero de 1942. En el destacamento también se enrolaron sus vástagos, Niels y Jens, que morirían durante los sangrientos combates en Rusia. Su mujer, Karen, se sumó al esfuerzo bélico alemán como enfermera, sufriendo graves heridas en marzo de 1944 en Tallin. Además, fue sujeto de vejaciones por parte de sus camaradas y despreciada por su familia al auxiliar al invasor.
El ejemplo de este clan danés, y sobre todo la figura del pater familias, evidencia la enorme complejidad del fenómeno del colaboracionismo. Kryssing no estaba afiliado al DNSAP, el partido nazi de Dinamarca, sino que vio en la creación del FD una oportunidad para seguir ascendiendo en la escala castrense y restaurar el honor de su país, derrotado de forma fulgurante y humillante por las tropas de Adolf Hitler el 9 de abril de 1940. Compartía también el anticomunismo imperante dentro de las fuerzas armadas. Y a pesar de la jerarquía obtenida dentro de las Waffen-SS, sería condenado a cuatro años de prisión al término de la guerra.
No solo de jóvenes fascistas y germanófilos cegados por los fastos del Tercer Reich se nutrió el colaboracionismo. Aunque todos estuvieron condicionados por los inciertos años treinta, cada caso nacional siguió ritmos y lógicas propias, armando un escenario de movimientos y motivaciones tremendamente heterogéneo, desde esa radicalización por la incertidumbre y miseria estructurales, hasta otros factores como la esperanza de ascenso social, el deseo de huida y aventura, la cruzada contra el bolchevismo, el ansia de poder o las concepciones hegemónicas de la masculinidad.
Todas esas justificaciones vertebran las biografías de los protagonistas de Colaboracionistas. Europa Occidental y el Nuevo Orden nazi (Galaxia Gutenberg), un titánico trabajo de David Alegre Lorenz, una de las voces más frescas y sobresalientes de la historiografía española actual especializada en los estudios de la guerra, donde se sumerge en la realidad de los socios del nazismo dentro de seis países ocupados: Francia, Países Bajos, Flandes, Valonia, Dinamarca y Noruega, además de la España franquista.
Fruto de una investigación de diez años, el autor brinda un ejercicio de historia cruzada, comparada, transnacional y polifónica que proyecta un relato de la II Guerra Mundial novedoso y complejo, alejado de los dualismos simplistas de fascismo vs antifascismo o Eje contra Aliados. Pero sobre todo, su gran virtud es el zoom constante utilizado durante toda la narración, saltando de las visiones de Estado a las trayectorias individuales, como la del belga Léon Degrelle, la principal figura del colaboracionismo occidental. El camaleónico líder del rexismo, a pesar de su inicial insignificancia, fue quien mejor supo entender la policracia nazi y sacar provecho de los cambiantes equilibrios dentro del Reich. Acabó forrado tras saquear a sus compatriotas y a salvo bajo el paraguas de Franco tras protagonizar una fuga inverosímil con aterrizaje forzoso en la playa de la Concha.
¿Cuáles fueron los principales rasgos del colaboracionismo? "El más político-ideológico tuvo una misma motivación: a pesar de reunir elementos que no son germanófilos y las divisiones internas, los fascistas de toda Europa que no lograron llegar al poder ven que en 1940-1941 sus posibilidades pasan por ser útiles para los alemanes", responde Alegre. "Después hay un colaboracionismo institucional, estatal y económico sin el que Alemania no hubiera podido controlar el continente ni mantener el esfuerzo de guerra", añade, destacando la precariedad de los mecanismos de control imperial de Alemania sobre los territorios conquistados. Es decir, cómo Hitler y sus secuaces, que al principio buscaron colaborar con las élites tradicionales y ocupaciones tranquilas, lograron someter casi toda Europa enviando unos pocos centenares de funcionarios, como mucho, a los países invadidos.
"A nivel social nos encontramos con un colaboracionismo más coyuntural: mucha gente lo hace por el incentivo económico y algunas mujeres, por ejemplo, buscan la protección del ocupante ante la muerte o captura de sus maridos", detalla el historiador. Solo en el primer año de ocupación nacieron 8.300 niños fruto de las relaciones entre las tropas y ciudadanos alemanes y las noruegas. En Francia, esta cifra ascendió a 85.000 en octubre de 1943.
Luchas internas del Reich
Una cuestión desconcertante que recorre todo el libro es cómo las autoridades alemanas promovieron las divisiones entre las fuerzas colaboracionistas y el aislamiento para reforzar su posición dominante. Actitud que resume una frase del propio Hitler en el invierno de 1942 en referencia a Frits Clausen, Anton Mussert y Vidkun Quisling, líderes de los partidos fascistas danés, neerlandés y noruego respectivamente: "Habrán pecado tanto que estarán obligados a permanecer aliados con nosotros pase lo que pase". No se equivocaba el führer es su vaticinio, pues la mayoría de los colaboracionistas, sobre todo los voluntarios de guerra radicalizados en el Frente Oriental y traidores a ojos de sus convecinos, hubieron de ser consecuentes con su decisión hasta el final.
Sin embargo, esta estrategia nazi acabaría en última instancia socavando el objetivo de impulsar la germanización de las sociedades ocupadas. "Hay que tener en cuenta que en el Reich había cuatro agencias de poder bajo la autoridad del führer: el ejército, la burocracia estatal tradicional, el partido y las SS. Cuando Alemania se empieza a expandir, estas disputas por el poder se trasladan a Bélgica, Francia Dinamarca... Es decir, por un lado la división del colaboracionismo sí es una estrategia para obligar a colaborar a figuras a las que les preocupa perder influencia en la esfera política local, pero por otro tiene mucho que ver con la lucha por el poder político y el reparto del botín entre las agencias nazis", explica David Alegre, doctor en Historia Comparada, Política y Social por la Universidad Autónoma de Barcelona.
La sumisión del fascismo europeo ante el nuevo amo —paradójica porque se trató de ultranacionalistas y defensores de la soberanía nacional a ultranza que se arrodillaron ante un poder extranjero— cuajó ante las esperanzas de poner en marcha sus propios proyectos políticos. Las jerarquías y autoridades del Reich jugaron a su antojo con estas ensoñaciones mediante una indefinición calculada del futuro del continente bajo el Nuevo Orden. No obstante, en ningún momento se mostraron dispuestas a renunciar a su papel preeminente.
"Alemania promueve espacios de debate y encuentros como el congreso de las juventudes fascistas europeas de Viena de 1942. Es la ficción de un espacio horizontal abierto a las contribuciones de sus aliados", señala el historiador. "Pero el Nuevo Orden está en muy clara definición desde el minuto cero de la guerra, un modelo que se ve en las políticas genocidas implantadas en la Europa oriental, como el Plan Hambre, que preveía que la Wehrmacht se abasteciese en la URSS sobre el terreno, provocando la muerte de treinta millones de personas; y las políticas de subordinación económica que perseguían la construcción del Gran Reich Germánico, que absorbería a Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos, Flandes, Luxemburgo, los cantones de Suiza o los territorios del norte de Italia".
Masacres y depuración
El ensayo, llamado a convertirse en referencia sobre el estudio del colaboracionismo a nivel internacional, describe multitud de microhistorias que sirven de vagón para viajar por el proceso de radicalización del continente a medida que se prolongaba la guerra. Los voluntarios germánicos que lucharon contra el Ejército Rojo bajo las siglas de las W-SS constituyen una excepcional vara de medir, sobre todo los de la División Wiking, un grupo de 2.500 hombres de origen neerlandés y escandinavo que cometieron todo tipo de atrocidades en Ucrania occidental. Adoctrinados e instruidos para actuar sin compasión ni restricciones, masacraron a centenares de partisanos y judíos, en medio de saqueos y violaciones, en lugares como Ternópil o Mariúpol.
Pieter Willems, por ejemplo, presumiría en sus cartas a casa de haber participado en el "hermoso" espectáculo de "ahorcar al principal rabino de Ternópil en la torre de sus sinagoga y después prender fuego" al edificio. Jan Olij, bautizado como "el gigante de Landsmeer" al coronarse campeón de boxeo de los Países Bajos en 1940 en la categoría de pesos pesados, vio reforzadas sus convicciones al participar en las operaciones de liquidación. No dudó en reconocer ante sus tíos que "vuestro sobrino se ha convertido en un asesino, aunque a duras penas afecta a mi conciencia" la muerte "de ese puñado de judíos repugnantes que estrujan a la población rusa engañándola".
La guerra total y las actividades de la resistencia acabarían generando otros violentos grupos de colaboracionistas como el Cuerpo Schalburg (SK) danés o la Milice de Henri Lafont, célebre por su capacidad para obtener confesiones por medio de la tortura, conocida como la Gestapo francesa. De ese clima de impunidad, saqueos y abusos también fueron partícipes los miembros de la División Azul. Vladímir Kovalevski, un ruso blanco veterano de la Guerra Civil que sirvió como intérprete de las fuerzas de la Guardia Civil desplegadas como polícia militar en la retaguardia de la unidad, calificó a los españoles como "una verdadera úlcera para la población local".
El último capítulo del libro lo dedica David Alegre a la depuración del colaboracionismo, cuya gestión, asegura, ayudó a que muchos de los supervivientes del fascismo se reafirmaran en sus ideas, sobre todo los más jóvenes radicalizados en el último año de contienda. "Muchos excombatientes del Frente Oriental fueron los que reconstruyeron las redes de extrema derecha en lugares como Francia, Bélgica o Países Bajos", comenta. "El aislamiento y la marginación generó un refuerzo de su visión y su propia identidad. Felix Steiner, que había sido comandante de la Wiking, llegó a decir que ellos fueron los primeros que lucharon en el campo de batalla contra el bolchevismo y el precedente de la OTAN. Era una forma de buscar legitimidad, de decir que les habían derrotado para ahora combatir contra quien había sido su enemigo".