En la mañana del 11 de mayo de 1857, un grupo de trescientos cipayos, soldados indios de infantería al servicio de la Compañía Británica de las Indias Orientales, irrumpió en el Fuerte Rojo de Delhi, la espléndida residencia palatina de los soberanos mogoles. "Hemos unido nuestras manos para proteger nuestra religión y nuestra fe", clamaron los amotinados ante Bahadur Shah II, más conocido por el apelativo de Zafar, que significa "victoria". Vacilante y a desgana, el último y anciano emperador de una estirpe que compartía sangre con los conquistadores Gengis Kan y Tamerlán se vio obligado a dar su bendición a un levantamiento que iba a desatar el más grave choque armado contra el imperialismo acontecido en el siglo XIX en todo el mundo.
La toma de Delhi a base de sangre cristiana y las propias proclamas de los rebeldes muestran que el conocido como Gran Motín no fue simplemente un desafío político al dominio británico de la India, manifestado a través de una insaciable anexión de territorios o de asfixiantes impuestos. Se trató, en esencia, de un acto de resistencia ante los kafirs (infieles) ingleses y su proyecto de imponer el cristianismo como religión única. En la zona que llegaría a integrar el Raj se pasó en un puñado de décadas del multiculturalismo a la intransigencia del proselitismo evangélico —a finales del siglo XVIII uno de cada tres empleados de la CIO había formado una familia mixta con una nativa, un mestizaje que desapareció en la década de 1840—.
La actitud mesiánica de los evangélicos británicos la resume Charles Grant, que consideraba que los territorios asiáticos "nos han sido dados, no solo para poder extraer de ellos un beneficio anual, sino para que difundamos entre sus habitantes, durante tanto tiempo sumidos en la oscuridad, el vicio y la miseria, la luz y la benefactora influencia de la verdad". El reverendo Midgeley John Jennings, capellán de la población cristiana de Delhi, definió a la capital mogola como el último bastión terrenal del Príncipe de la Oscuridad.
Sin embargo, el chispazo de la insurrección fue la distribución del nuevo rifle Enfield, un arma mucho más precisa y de mayor alcance, pero de avancarga. Los soldados debían rasgar con los dientes un cartucho de papel prelubricado que envolvía los proyectiles, echar la pólvora dentro del fusil y luego meter la bala empujando con la baqueta. La Compañía, en lugar de utilizar un ungüento inocuo como cera de abejas o aceite de oliva, optó por una mezcla de grasa de vaca y cerdo, una auténtica profanación y ultraje para los cipayos hindúes y musulmanes.
Lejos de considerarse una decisión accidental, la munición impura fue para las tropas indias, que llevaban dos siglos demostrando una lealtad inquebrantable, un ingrediente más de esa humillante conspiración para convertirlos forzosamente. La unidad acantonada en Meerut se negó a manipular estos cartuchos y muchos de sus hombres fueron condenados a treinta años de trabajos forzados. El 10 de mayo de 1857, sus camaradas se alzaron, ejecutaron a los mandos británicos y marcharon hacia Delhi.
Brutal venganza
A pesar del apoyo popular y castrense —de los 139.000 cipayos del Ejército de Bengala solo 7.796 se mantuvieron al lado de sus jefes extranjeros—, la rebelión se intuyó fallida desde el principio: un ejército caótico y sin oficiales, formado por soldados campesinos no retribuidos y hambrientos ante la escasez de víveres, habría de soportar un infernal asedio de cuatro meses conducido por la mayor potencia militar del momento.
Los fatídicos hechos de 1857 los reconstruye William Dalrymple en El último mogol (Desperta Ferro), y lo hace con un relato que combina un extraordinario grado de realismo y una narración vertiginosa, el mismo cóctel exitoso de otras obras suyas como El retorno de un rey o La anarquía. El historiador escocés considera este episodio "una especie de Stalingrado del Raj", pues fue una lucha a muerte entre dos poderes que no podían retirarse. El conflicto se saldó con un número de bajas incalculable, altísimo, y una sangrienta venganza británica en forma de saqueo general y asesinato en masa tras reclutar a una hueste de cien mil mercenarios en el actual Pakistán. "Las órdenes eran disparar a todo el mundo", anotó un oficial de diecinueve años. "No soy cruel, pero confieso que he disfrutado con la oportunidad de librar al mundo de estos miserables", escribió el capitán William Hodson.
Como bien aventura el título, la figura de Zafar —un monarca tolerante y popular que destacó como hábil calígrafo, profundo pensador del sufismo, mecenas de las artes y poeta místico que abanderó el renacimiento literario más importante de la historia moderna de la India— hace de columna vertebral de un relato que pretende reconstruir desde una perspectiva india los últimos días de la Delhi que él personificó. Dalrymple ha podido manejar un valioso volumen de fuentes primarias, sobre todo los veinte mil documentos persas y urdus conservados en los Archivos Nacionales de la India y que fueron escritos por los supervivientes de la masacre.
"Las historias que encontramos en esta colección permiten ver el Levantamiento no en términos de nacionalismo, imperialismo, orientalismo u otras abstracciones similares, sino como un hecho humano de consecuencias extraordinarias, trágicas y, a menudo, caprichosas", sintetiza el autor, que encadena semblanzas individuales con lecciones para desarbolar a los radicalismos del presente. Para el último emperador mogol, la catástrofe del Gran Motín terminó con el exilio y con sus dieciséis hijos ejecutados de formas humillantes; mientras contemplaba cómo el Fuerte Rojo era derribado para levantar una fila de barracones de aspecto carcelario.