Una tarde de febrero de 1894, el portero y dos de los astrónomos del Real Observatorio de Greenwich, en Londres, salieron corriendo del edificio hacia un camino donde se elevaba una columna de humo. Allí se encontraron una estampa espantosa: un hombre con los intestinos reventados, los nervios colgando y el omóplato que le sobresalía por un agujero en la espalda. Fue trasladado a un hospital cercano, donde murió veinticinco minutos después. Nunca dijo lo que había ocurrido.
Su nombre era Martial Bourdin, un anarquista francés, y su verdadero objetivo, hacer estallar con una bomba casera el reloj público del observatorio. Probablemente sus planes se vieron truncados por un tropezón mortal. ¿Pero cuáles eran sus motivaciones? Los gobernantes occidentales habían decidido una década antes que Greenwich sería el meridiano cero y todos los pueblos del mundo debían marchar al ritmo de ese reloj.
Tres días atrás, otro anarquista llamado Émile Henry había atentado en un abarrotado café parisino con los mismos medios. En su juicio defendió que su movimiento social era "la reacción violenta contra el orden establecido". Y qué mejor ejemplo de ese orden, explica el historiador David Rooney, que el trabajo de los científicos que realizan mediciones. El ataque contra el observatorio fue, por lo tanto, "un golpe contra el imperialismo científico patrocinado por el Estado".
Respaldan esta explicación las palabras disparadas en 1944 por el también anarquista canadiense George Woodcock: "El reloj es un elemento de tiranía mecánica en la vida de los hombres modernos más potente que cualquier explotador individual o que cualquier otra máquina".
El episodio del fallido ataque contra el observatorio londinense resume una de las principales tesis del libro del investigador británico, titulado A tiempo. Una historia de la civilización en doce relojes (Alianza): la hora ha sido utilizada, politizada y convertida en un arma durante miles de años. En concreto, apunta que en los imperios de todo el globo los relojes públicos, erigidos en lo alto de torres o edificios céntricos, organizaron la vida de la gente y proyectaron un mensaje de poder y orden.
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La narración despega en la Antigua Roma en el año 263 a.C. En las campañas iniciales de la Primera Guerra Púnica, el cónsul Manio Valerio Máximo había logrado conquistar la isla de Sicilia, dominada por Cartago. En el botín incluyó un reloj de arena que al llegar a la Urbs mandó colocar sobre una columna triunfal del Foro. Pero si en ese contexto celebratorio representaba el poderío militar de la República, este instrumento, al que se le sumaron decenas más por toda la ciudad, empezó a regir las actividades diarias de los romanos. Una tecnología de precisión que no tardaría en suscitar mordaces comentarios de escritores y dramaturgos. Uno de ellos incluso pidió que los "odiosos" dispositivos fueran derribados.
Relojes y religión
Desde Babilonia y el Antiguo Egipto hasta el Raj británico, donde se construyeron más de un centenar de torres, los relojes —de agua, de sol, acústicos, mecánicos, etcétera— han sido un mecanismo de proyección del poder político. Abdul Hamid II, uno de los últimos sultanes del Imperio otomano, fomentó un gran programa de construcción de este tipo de monumentos a finales del siglo XIX. Eran, según se podía leer en una inscripción, "una obra maestra tan enorme que no tiene parangón. Aparentemente, un reloj da la hora, pero en definitiva es el gobierno tocando las campanas".
El interesante, vertiginoso y personal ensayo de Rooney disecciona las historias de doce relojes separados por abismos temporales y geográficos, en las que se revela un aparato de mayor significado que el de simple contabilizador del tiempo. El historiador explica cómo el reloj de la Bolsa de Valores de Ámsterdam anunciaba ya en 1611 el nacimiento del capitalismo moderno; y se sirve de la gran torre de La Meca, mucho más grande que el Big Ben e inaugurada en 2012, con la que se reivindicó la función central del mundo del meridiano de Greenwich, para recordar el péndulo de la supremacía de las naciones.
Y si los relojes hunden sus raíces en la relación con el poder, también son inseparables de la fe y la religión. Uno de los capítulos más interesantes del libro es el dedicado a la revolución silenciosa de los relojes de arena en la Edad Media. La representación más antigua conocida de uno de estos dispositivos la pintó Ambrogio Lorenzetti en 1338 en el Palazzo Pubblico de Siena. Lo sostiene una Templanza antropomorfa y alertaba de que el tiempo se estaba agotando.
Pero de constituir un mensaje de moderación y autocontrol, la templanza pasó a definir en pocos años la existencia más divina. Fue el monje Heinrich Suso, autor de El reloj de la sabiduría (c. 1334), un tratado moral profundamente influyente, el responsable de equiparar esta virtud con la sabiduría y con el propio Jesucristo. Es decir, una vida templada era una vida mejor. Ese mensaje se perfeccionó con la aparición del reloj mecánico, que en medio siglo arraigó en el imaginario europeo.
No obstante, el reloj de arena terminaría por adquirir un papel simbólico adicional, muy influido por el arte: el de la finitud humana. Lo ejemplifica el escalofriante cuadro El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo. A la izquierda de la infernal escena, emergen dos esqueletos —uno detrás de un rey caído y otro que conduce un carro lleno rebosante de cráneos humanos— que sostienen uno de estos instrumentos. La parábola se resume en que la Muerte es el futuro de todos: viejos y jóvenes, ricos y pobres, hombres y mujeres. Y los relojes nos lo recuerdan.