La noticia de la caída de Berlín llegó al campo de prisioneros de Susdal, al este de Moscú, el 9 de mayo de 1945. El complejo, asentado sobre un viejo monasterio que antes había sido una fortaleza, estaba destinado al internamiento de jefes y oficiales enemigos capturados. Allí llevaba un año encerrado Gerardo Oroquieta Albiol, uno de los capitanes de la División Azul, la unidad militar de voluntarios enviada por Franco a la Unión Soviética para combatir al lado de la Wehrmacht nazi.
En una suerte de memorias literarias construidas al regreso de su cautiverio, Oroquieta describió las repercusiones de la derrota entre los reclusos: "Hasta entonces había existido, al menos en apariencia, una reglamentación sobre el régimen de trato, conexionada en ciertos puntos con los convenios internacionales en materia de prisioneros de guerra (...). A partir de la terminación de la guerra se hizo mucho más severa y rigurosa nuestra situación de vencidos y quedábamos de lleno a merced del enemigo. Entrábamos en una fase durísima del cautiverio. ¡Nos acomodaríamos a ella y que Dios fuese con nosotros!".
El divisionario español permaneció en los campos de concentración de Stalin once años, un mes y diecisiete días. Se enfrentó a interrogatorios, marchas agotadoras a pie, temperaturas gélidas, hambre y la permanente incertidumbre de cuál iba a ser su destino. No lograría ser repatriado, junto a otros dos centenares de compatriotas que también se habían alistado para luchar contra el comunismo —entre otras motivaciones—, hasta principios de 1954, cuando el Semíramis les transportó desde el puerto de Odesa hasta Barcelona.
A su vuelta a España, Oroquieta trató de organizar sus memorias y plasmarlas en un libro, a lo que le ayudó otro divisionario, César García. De Leningrado a Odesa, que acaba de reeditar el sello Arzalia siguiendo esa primera edición —hay otra de 1973—, es una sucesión de crónicas que testimonian la experiencia bélica y en gulag tanto del protagonista como de los otros integrantes de la División Azul. Si bien su calidad literaria es discutible, el libro fue galardonado en 1958 con el Premio Nacional de Literatura. Cosas de la propaganda franquista.
Krasni Bor
El autor avisa ya en la primera página que estos relatos constituyen "una ferviente alegación contra el comunismo, sin odio contra los hombres, pero con insobornable beligerancia frente al sistema; en cosecuencia, con los motivos ideológicos que nos movieron a la lucha, hoy tan vigentes como ayer". Sin embargo, hay en la narración un constante recordatorio del empeño por ajustarse a lo vivido: "Está muy lejos de mi ánimo falsear los hechos que conocí, y no quisiera caer en un apasionado prurito de censura contra todas las cosas del enemigo. Trato de limitarme a referir los hechos y no es mi propósito resaltar las tonalidades sombrías, llevado de un simple efectismo".
Oroquieta, falangista de primera orden y veterano de la Guerra Civil, fue el comandante de la 3.ª Compañía del Batallón de Reserva Móvil de la División Azul, conocido irónicamente como el "Batallón de la Tía Bernarda" por ser utilizado en todas las situaciones complicadas. Cayó apresado por el Ejército Rojo durante la batalla de Krasni Bor, una ofensiva soviética para tratar de liberar el cerco de Leningrado que se libró entre el 10 y el 13 de febrero de 1943. El capitán, que resultó herido de gravedad en el cuello y un brazo, y sus 196 hombres debían defender un sector de la carretera hacia Moscú. Pero su resistencia a ultranza terminó con un baño de sangre: solo sobrevivieron trece.
De hecho, a Oroquieta se le dio por muerto en esos combates. El general Esteban Infantes, jefe de la DA, envió a sus padres una carta dando cuenta de su muerte en acción de guerra: "Con otros héroes, su cuerpo yace en tierras de Rusia y allí donde los nuestros, caídos, quedarán para siempre, habrá un símbolo de respeto perenne". La familia del divisionario imprimió esquelas y solo tras la liberación de unos cautivos italianos se descubrió que seguía con vida.
Oroquieta pasó por una decena de campos y prisiones rusas, donde se encontró un "trasunto de la bíblica Babel" ante la diversidad de lenguas que hablaban los prisioneros: alemán, italiano, húngaro, rumano... También conoció a republicanos españoles que engrosaban las filas del Ejército soviético y otros que por azarosas circunstancias acabaron recluidos en el gulag.
Lo más valioso de este largo testimonio —supera las 600 páginas— es su condición de documento humano. Oroquieta, a pesar de la carga ideológica que soporta su prosa, hace una minuciosa descripción de las condiciones a las que se enfrentaron él y sus compatriotas en los centros de internamiento de la URSS. Detalla la dieta, las prácticas quirúrgicas con las que fueron curados, las vejaciones y calvarios que sufrieron, los trabajos forzosos que hubieron de acometer —desde recoger patatas hasta la construcción de bloques de viviendas en Ucrania—, las divisiones en el seno de los divisionarios, sus intentos de fuga y huelgas de hambre, etcétera.
Y de la misma forma resulta sorprendente encontrar juicios ecuánimes sobre sus carceleros. Oroquieta, que definió a los cautivos de la DA como "especiales huéspedes de Beria hasta su trágica caída", recupera escenas de horror, pero también de humanitarismo al contactar con los campesinos y el pueblo ruso. Una sinceridad que resume esta reflexión: "El drama del cautiverio transcurrió bajo un desolado ambiente de silencio, apenas sin espectaculares episodios de violencia".